domingo, 2 de diciembre de 2007

“La literatura sirve para entender a los demás”

“La literatura sirve para entender a los demás”




Por Rosa Montero *

Es el escritor israelí más conocido. Lleva años en las quinielas para el Nobel y acaba de obtener el Príncipe de Asturias de las Letras. Activo pacifista, tiene además una vida fascinante. Tiene un rostro poderoso. Los retratos juveniles demuestran que fue un hombre muy atractivo, y aún hoy posee una cabeza rotunda que, en las fotos, recuerda el busto de un general romano, con su tupido pelo y esos ojos de águila que parecen acostumbrados a contemplar cómo se desmoronan los imperios. Por eso, por la impresión de fuerza que produce, lo primero que choca al conocer a Amos Oz es su pequeñez. Es un hombre minúsculo: probablemente no llegue a alcanzar un metro sesenta. Se lo ve delgado y suficientemente ágil; posee un pequeño tórax en punta que resulta muy poco atlético. Ha cumplido ya 68 años, pero tiene algo de criatura atemporal. Algo de gnomo, a la vez fuerte y delicado, a la vez niño y sabio. Un ser distinto.

Viéndolo, se puede entender lo que cuenta en su autobiografía Una historia de amor y oscuridad (Siruela), un libro espléndido que probablemente sea su obra maestra. Ahí explica cómo sus compañeros de clase le maltrataban hasta llevarlo a tal punto de desesperación que se empezaba a morder sus propias manos. Sí, seguramente era demasiado pequeño, demasiado guapo, demasiado inteligente, demasiado diferente, demasiado débil. Pero la fortaleza es una decisión interior, y él pasó toda su vida intentando vivir como un gigante. Se convirtió en un duro y estoico pionero de kibutz, en un valeroso pacifista, en un gran escritor.

–Me alegra de que haya ganado usted el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y no el de la Concordia, por ejemplo. Debe estar harto de que su faceta política se superponga a la literaria.

–A los ojos de la prensa europea, Israel consiste en un 80 por ciento de fanáticos colonos en Cisjordania, todos muy religiosos; un 19 por ciento de crueles soldados en los controles de las carreteras, y un uno por ciento de maravillosos intelectuales como yo mismo que protestamos contra el gobierno y lo criticamos. Como es obvio, es una completa distorsión de la realidad israelí. Por otra parte le diré que el título que más me gustaría tener algún día es el de “antiguo militante pacifista”. Porque eso significaría que habríamos conquistado la paz. Ojalá no necesitara ser político nunca más.

–¿Y cree que vivirá para verlo?

–Depende de lo que me quede de vida. Pero creo que el conflicto palestino-israelí está exhausto, creo que hay un síndrome de fatiga en ambos lados, y creo que la fatiga es una buena ayuda para los conflictos en general, no sólo entre naciones, sino también entre parejas.

–Sí, es bueno para llegar al divorcio. Usted lleva pidiendo desde 1967 que haya dos Estados, el israelí y el palestino. En esto fue verdaderamente precoz.

–Siempre he tenido una visión muy pragmática sobre el asunto. Como usted dice, una visión de médico. La mayor diferencia entre la intelectualidad de izquierda europea y yo mismo es que los intelectuales de izquierda europeos, cuando ven un conflicto internacional, se apresuran a firmar un manifiesto contra los malos, organizan una manifestación apoyando a los buenos y luego se van a dormir muy satisfechos de sí mismos. Yo, por el contrario, tengo la actitud de un médico de urgencias. Si veo que ha habido un accidente de tránsito en la carretera y veo que hay heridos ensangrentados, antes de ponerme a determinar quién fue el que causó el accidente o qué porcentaje de culpa hay que repartir a cada cual, lo primero que intento es parar la hemorragia, y a continuación estabilizar al paciente. Y después de eso miraré la manera de curar las heridas. No pierdas un tiempo precioso preguntando quién tiene la culpa, porque además, en el caso de Israel y Palestina, no se trata de una cuestión en blanco y negro. Este es un conflicto entre dos derechos igualmente legítimos, el de los palestinos y el de los israelíes... Y a veces incluso pienso que es un conflicto entre dos causas igualmente erróneas.

–Acaba de publicarse en España Fima (Siruela), una novela suya que resulta muy actual, aunque es de 1989. Fima, el protagonista, se angustia mucho cuando escucha noticias de los territorios ocupados. Cuando una niña árabe muere porque los israelíes no la dejan cruzar el control y llegar al hospital, por ejemplo. ¿A usted le sucede lo mismo? ¿Le agobia todo esto?

–Sí, sí, es terrible y a menudo siento que no puedo aguantarlo, que ya no puedo soportarlo. Pero desde luego, a diferencia de Fima, yo vivo una vida mucho más estable, más pacífica. De manera que a veces me siento y escribo una novela, puedo escaparme de la política. Fima, en cambio, imagina lo que haría si él fuera el primer ministro, está obsesionado.

–Ustedes tienen sus propios fanáticos religiosos y los ultraortodoxos judíos también son un problema. Hay quien dice que algunos halcones israelíes no quieren llegar a la paz con los palestinos porque, si carecieran de un enemigo exterior, podrían terminar teniendo una guerra civil entre integristas y demócratas.

–Me gustaría ser justo con los halcones israelíes. Algunos pueden actuar como usted dice, pero creo que la mayoría son personas aterrorizadas que no confían en los árabes, les tienen verdadero miedo, piensan que si devolvemos los territorios ocupados, eso será el final de Israel. Y yo comprendo su miedo. No estoy de acuerdo con sus conclusiones, pero puedo entender sus temores. Por eso no odio a los halcones, entiendo que están aterrorizados. Muchas de las posiciones extremistas de este país son un producto del miedo, combinado con el trauma del Holocausto y el exterminio de los judíos. De hecho, yo creo que en Israel se necesita mucho más valor para ser una paloma que para ser un halcón. Muchísimo más valor.

–Una historia de amor y oscuridad es un libro perfecto para entender de dónde viene ese miedo en los halcones. Para ver la historia de Israel desde otro lado. El hostigamiento por parte de los países árabes y la inmediata invasión del Estado de Israel a las tres horas de haberse creado... Los sufrimientos padecidos...

–¿Se da cuenta de lo importante que es leer literatura para entender a los demás? Israel, en el mundo de la CNN, es una realidad en blanco y negro y completamente simplificada. Yo, cuando quiero entender a España, por ejemplo, no voy a leer en los periódicos lo que dicen sobre ese país, sino que leo a sus novelistas.

–Su infancia fue brutal, y no sólo por el suicidio, sino por esos dos terribles años anteriores en los que su madre permanecía día y noche sentada en una silla, a oscuras, mirando hacia la calle.

–Cuando escribí Una historia de amor y oscuridad mi rabia se disipó completamente. Porque durante muchos, muchos años estaba demasiado furioso con todo el mundo como para poder hablar con nadie sobre mi tragedia familiar. No se lo había contado a nadie. Ni siquiera lo había hablado con mi mujer y mis hijos. Era un completo tabú y no dejaba que nadie tocara el tema en mi presencia. Estaba demasiado furioso. Estaba furioso con mi madre por haberse matado, con mi padre por haberla perdido, estaba furioso conmigo mismo porque pensaba que probablemente había sido un chico malo y por eso no había sabido rescatarla. Pero cuando llegué más o menos a la edad de sesenta años, sentí que ya era lo suficientemente viejo como para ser el padre de mis padres que, en la época de la tragedia, tenían como 38 o 39 años. Y entonces por primera vez empecé a verlos como mis hijos, y empecé a entenderlos. Eran unos chicos que se metieron en un matrimonio para el que ninguno de los dos estaba preparado. Y los dos fueron bastante tontos, bastante inútiles, en cierto sentido, a la hora de vivir. De modo que empecé el libro sin ira. Lo escribí con compasión, con ironía y con curiosidad. Una curiosidad infinita.

–Siempre he pensado que el peso del Holocausto debe de ser asfixiante para los judíos....

–Sí, es exactamente así... A mí también me recuerda a Eneas llevando a su padre a hombros tras la guerra de Troya. Cuando se te muere alguien, y no estoy hablando sólo de los judíos, estoy hablando de todo el género humano, cuando alguien se te muere, un padre, un hermano, alguien cercano a tu corazón, tú recoges ese muerto y lo metes dentro de ti, lo introduces en tus entrañas y te quedas embarazado de ese muerto para siempre jamás. En el caso de los judíos, lo que sucede es que estamos muy, muy embarazados, porque tenemos muchísimos muertos a las espaldas. Y, naturalmente, como estás embarazado de ellos, te llevas a tus muertos a todas partes, al baño, a la cama...

–Es curioso, porque Una historia de amor y oscuridad es un libro carente de rencor, ni en lo personal ni en lo social. Salvo en el caso de los británicos.

–Sí, es verdad. Las primeras palabras que aprendí a decir en un idioma extranjero fueron British go home, que es lo que gritábamos los niños pequeños en Jerusalén cuando arrojábamos piedras a las patrullas británicas en la Intifada original, la primera Intifada, que fue la de los judíos contra el mandato británico.

–A juzgar por lo que cuenta en el libro, los británicos se comportaron de un modo canallesco.

–Sí, sí. Realmente una buena parte de la tragedia en Medio Oriente mo ha sido causada por la hipocresía y por los engaños de los británicos, porque esencialmente hicieron un juego doble de engaño con judíos y con árabes. Prometieron la misma tierra a las dos partes.

–A los quince años se marchó de su casa y se fue a vivir a un kibutz. Viniendo de una familia rota, no me extraña, porque el kibutz es como una gran familia. ¿O quizá lo hizo para tocar tierra y no volverse loco?

–Bueno, lo cierto es que cuando tenía unos catorce años me rebelé de manera radical contra mi padre. Quería convertirme en todo lo contrario de lo que él era. El era un intelectual, yo quería ser conductor de tractor; él era de derecha, yo de izquierda. El era un hombre urbano, y yo me hice un granjero. El era muy bajito, y yo decidí convertirme en un hombre alto. Esto último no funcionó, pero yo también lo había decidido. Me fui al kibutz pensando que encontraría allí una atmósfera completamente distinta a Jerusalén. Pero al cabo de un tiempo descubrí que no era ni mucho menos algo tan opuesto. Los mismos tipos charlatanes que había conocido en Jerusalén existían también en el kibutz, aunque hablaran no ya del líder sionista Jabotinsky, sino de Trotsky.

–Usted vivió allí durante 31 años. Para mí es como irse a vivir a la antigua Esparta, o a un monasterio...

–No lo sentí así. No me sentí un monje. Sentí que vivía en una comunidad pequeña que me permitía desarrollarme como escritor. De hecho, les estoy muy agradecido por haberme dejado desarrollar como escritor. Y al mismo tiempo podía estar en constante contacto con el resto de la comunidad y formar parte de ella. Disfruté trabajando en el campo, me gustaba muchísimo, de verdad. Y disfruté comiendo en el comedor comunal con los demás, y también trabajando de camarero, porque trabajé muchos años, al menos quince, de camarero en el kibutz. Todas esas experiencias todavía las recuerdo con mucho cariño.

–Daba todo el dinero que ganaba con sus libros al kibutz...

–Sí, daba todos mis ingresos. Cada vez que me llegaba un cheque lo endosaba y se lo entregaba al feliz tesorero. Pero si necesitaba irme una semana a un hotel al otro extremo del país y encerrarme una semana a terminar un libro, simplemente me acercaba al tesorero, le decía la suma que necesitaba y él me la daba allí mismo sin siquiera mirar en los libros y ver si yo había hecho algún ingreso recientemente o no. Era un trato basado en la mutua confianza.

–Abandonaron el kibutz porque su hijo pequeño tenía asma y tuvieron que trasladarse a un lugar más seco.

–Esa fue la única razón por la que lo dejamos; si no hubiera sido por eso, aún estaría allí.

–Pero su hijo se curó, creció y se marchó, y no regresaron.

–Es que después de pasar todos esos años afuera y acostumbrarnos a cierto grado de privacidad se nos hizo difícil volver. Además el kibutz mismo está atravesando por una grave crisis. Están pasando por muchas reformas y cambios, y muchas de las personas que yo conocía o se han marchado o se han muerto. El lugar ya no es el mismo. No sería volver a aquello que dejamos.

–Y dígame, en los primeros momentos, tras irse del kibutz, ¿no se sintió muy solo?

–Fue muy difícil, muy difícil, porque yo estaba acostumbrado a levantarme por la mañana e ir al comedor y tomarme un café con un grupo de cinco o seis amigos y discutir el periódico. Esa era parte de mi experiencia vital, leer y discutir el periódico cada día con un grupo de amigos, en una especie de pequeño parlamento... Y de repente tuve que leer el periódico solo cada mañana... Echaba de menos poder hablar y discutir con gente.

–Cuando entró en la comunidad, también se cambió de nombre legalmente. Abandonó el apellido paterno, Klausner, y se puso Oz, que significa coraje. ¿Cómo ve ahora ese paso tan radical?

–Cuando lo hice yo quería comenzar una nueva vida, y lo logré. Y el nombre simbolizaba esa nueva vida. Yo he pagado el tributo que le debía a mi padre al describirlo en Una historia de amor y oscuridad. Al hablar de él con una sonrisa en los labios. No con ira, no con odio, sino con empatía.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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