jueves, 24 de diciembre de 2009

Belén, 2009 años después de Cristo

Belén, 2009 años después de Cristo


Cómo es la vida cotidiana en la ciudad, rodeada hoy por un muro que la separa de Jerusalén. Ya casi no quedan cristianos y la Navidad se festeja en tres fechas distintas.

Por Jorge Cicuttin
(Desde Belén)

Amarillo y gris. Estos son los colores que predominan en Belén. El amarillo pálido de las rocas de las viejas casas del casco antiguo. El gris frío del concreto con que está hecho el muro que rodea la ciudad de manera serpenteante y que levantaron los israelíes para frenar los ataques de terroristas suicidas.

¿Qué colores predominarían en el pueblo al que llegaron José y María 2009 años atrás? Quizás el de las rocas pálidas de las colinas, salpicadas por el verde de los olivos.

Anochece temprano en Belén. Y los colores de esta tierra al sur de Jerusalén van cambiando. Son las cinco de la tarde de un día de diciembre, estoy parado frente a la Iglesia de la Natividad, y del sol quedan apenas algunos recuerdos en el horizonte. ¿A qué hora habrán llegado, a lomo de burro, hace poco más de dos mil años, al refugio del establo?

Oscurece. Y la tranquilidad permite escuchar voces que llegan de una de las angostas calles que rodean la iglesia. Una tranquilidad extraña, pasajera, en lo que la historia marca como una de las zonas más conflictivas del mundo. Señalada por la geografía como la intersección de tres continentes –Asia, Europa y Africa–. Y por la religión, como el lugar en el que confluyen la Biblia, el Corán y la Torá.

Belén está en Cisjordania, separada por apenas 9,5 kilómetros de Jerusalén. Hoy es una ciudad bajo control de la Autoridad Nacional Palestina, con poco más de 25.000 habitantes, y mayoría musulmana. La rodea un paisaje agreste, a orillas del desierto de Judea. Y está lejos de ser “la ciudad de la paz”. Como en muchos tramos de su milenaria historia, poco queda de aquella “casa de pan”, que quiere decir, en hebreo, Bethlehem.

Mil años antes del nacimiento de Jesús, Belén era conocida por ser la ciudad donde nació el rey David. Por cientos de años los judíos fueron mayoría en el lugar, hasta que los romanos los expulsaron en el primer siglo de esta era.

Según el Nuevo Testamento, por ser descendiente del rey David, José debió dejar Nazaret –150 kilómetros al norte–, ya que César Augusto, el emperador romano de entonces, ordenó un censo que obligaba a todos los habitantes a regresar a su lugar de origen para empadronarse. Por eso José y su esposa María, aunque estaba próxima a dar a luz, llegaron a Belén ese diciembre.

El Evangelio de Lucas lo relata así: “Y aconteció en aquellos días que salió un edicto de parte de Augusto César, que toda la tierra fuese empadronada. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirenio gobernador de Siria. E iban todos para ser empadronados, cada uno a su ciudad. Entonces subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por cuanto era de la casa y familia de David, para ser empadronado con María, su mujer, esposada con él, la que estaba encinta. Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días en que ella había de dar a luz. Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón”.

Sobre ese pesebre, dice la tradición, se levantó la Iglesia de la Natividad.

No hay acuerdo en “la casa de pan”. No sólo entre israelíes y palestinos. La lucha por el territorio se traslada –de manera menos sangrienta, cierto–, a la propia Iglesia de la Natividad, donde los distintos sectores cristianos se disputan palmo a palmo, piedra a piedra, los sitios sagrados.
La administración de la iglesia está compartida por los ortodoxos griegos –tienen a su cargo la sección principal, la basílica–, los católicos romanos –de la orden franciscana–, y los ortodoxos armenios. Pero esa coexistencia negociada tiene un punto de desacuerdo central: en la Iglesia de la Natividad se festeja la Navidad en tres fechas distintas.

El servicio religioso de Nochebuena en Belén –que suele ser transmitido por TV a todo el mundo– se lleva a cabo en la Iglesia de Santa Catalina –levantada por el Vaticano al lado de la basílica principal–, en la noche del 24 de diciembre. Claro está, esa es la parte bajo control de los católicos romanos. Pero ocurre que los sacerdotes griegos se basan en el calendario juliano, por lo tanto su misa de Navidad es el día 6 de enero. El otro sector ortodoxo, los armenios, tiene su celebración en la parte que le corresponde de la iglesia doce días después, en la noche que va del 18 al 19 de enero.

En dos mil años de cristiandad, por primera vez Jerusalén y Belén están divididas. Un muro las separa. De un lado, los israelíes se sienten más seguros. Del otro, los palestinos se sienten asfixiados.

Tan sólo diez minutos de auto desde Jerusalén y se llega al checkpoint –puesto de control–. Un cartel amarillo con letras negras advierte en tres idiomas –árabe, hebreo e inglés–: “Entrada al territorio de la Autoridad Palestina. No es un paso para ciudadanos israelíes”. Lo cruzo, caminando, e ingreso a un mundo de rejas, alambres de púas y muros de concreto. Diariamente, cientos de hombres y mujeres se forman en el lado de Belén del muro. Van a trabajar en el Estado israelí. Pasan a pie por una larga jaula de metal, se los registra, se verifican sus huellas y se los pasa por el detector de metales. Es un trámite que puede durar quince minutos o dos horas. Pasar de Jerusalén a Belén es más rápido.

El muro tiene unos siete metros de altura y es parte de una barrera entre Israel y Cisjordania de más 700 kilómetros de largo. La razón de su existencia, explica el gobierno israelí, es frenar el paso de los terroristas a Jerusalén. A partir de la segunda Intifada –en el año 2000–, los ataques suicidas en restaurantes y colectivos se volvieron una sangrienta realidad diaria en la capital israelí, así como los disparos contra los colonos. Dos años después comenzó la construcción del muro. Y el gobierno de Israel muestra sus resultados positivos: los ataques disminuyeron drásticamente, especialmente en Jerusalén.

Los palestinos denuncian que la barrera ingresa diez kilómetros en territorio de la ANP y que se construye para crear nuevas fronteras israelíes. También que la disminución de los ataques suicidas tiene poco que ver con el muro y más con un cambio de estrategia del grupo Hamas.

Los israelíes aseguran que la construcción de la barrera fue una necesidad para salvar vidas, que logró frenar los atentados y que tan pronto los palestinos acepten y cumplan con un acuerdo de paz el muro será destruido.

Después de andar unos treinta metros por un sendero de rejas, entro en Belén. Al final del camino me reciben vendedores ambulantes, chicos pidiendo monedas y varios taxistas a la caza de algún turista para llevarlo a recorrer el casco antiguo de la ciudad.

Los autos son más viejos que los que se ven “del otro lado”. Las calles más abandonadas. Y muchos negocios, cercanos al muro, están cerrados y sucios. Un micro con turistas –españoles, en su mayoría– hace una última parada antes de pasar por el checkpoint, frente a un negocio de joyas. Bajan y suben todos juntos, en fila, con una corte de vendedores ambulantes que se esfuerzan por decir algunas palabras en español. Los precios son más bajos que “del otro lado”, pero se vende poco.

La situación económica en Belén es difícil desde la última Intifada y la construcción del muro. El desempleo, se calcula, supera el 50 por ciento.

“Los turistas apenas vienen por dos horas. Llegan en micros desde Jerusalén, se bajan en la iglesia, miran, se suben y listo. En Belén no dejan ni un dólar. Los operadores turísticos israelíes les meten miedo, les dicen que no hablen con la gente, que no se separen del grupo porque es un lugar peligroso. Entonces acá los hoteles están ocupados en un veinte por ciento... y todo es mucho más barato que en Jerusalén”, se queja un comerciante de la calle Hebrón.

Puedo comprobar las dos cosas. Pese a ser diciembre, el mes de la Navidad, casi no se ven turistas por las calles de Belén. Y el plato de hummus con ful, junto con el de faláfel, que tengo frente a mí en el “boliche” de Aftem, confirma que los precios se reducen a la mitad que del otro lado del muro.
El restaurante, tradicional, fuera del circuito turístico –la excepción soy yo, más tres alemanas que están sentadas dos mesas adelante–, se encuentra cerca de la Plaza del Pesebre.

Me recomiendan, para beber, la limonada con menta. Buen consejo. Aunque la cerveza palestina, marca Taybeh, es uno de sus orgullos. Hecha en la pequeña localidad de mayoría cristiana de Taybeh –al norte de Ramallah–, la buena cerveza local enfrenta a dos enemigos que no la dejan crecer: el primero, los mayores costos de transporte que les obligan los controles israelíes, el segundo, interno, la cruzada antialcohólica de Hamas.

También hay vino local, pero ese no es tan bueno. “Es cierto, pero sí hacemos buen vino de misa. ¿Qué iglesia del mundo no querría tener vino de misa hecho en Belén? Pero ahí tenemos un problema de marketing...”, reconoce el dueño del Aftem.

“Hic de Virgine Maria Jesus Christus natus est.” La inscripción latina fue puesta en 1717 por monjes franciscanos en la estrella de plata que marca el lugar donde la tradición cristiana dice que nació Jesús.

“Aquí la Virgen María dio a luz a Jesucristo.” La estrella de Belén está en la Gruta de la Natividad. Se destaca en un lugar donde la luz es tenue, donde manda el olor a cera derretida e incienso. En realidad es una pequeña cueva. Hace dos mil años, las grutas se usaban como corrales. Y allí, excavados en la roca, se montaban los pesebres. Hace 1683 años, una mujer pidió que en ese sitio se levantara una iglesia. Porque allí había nacido Jesús.

Esa mujer fue Helena, madre del primer emperador cristiano, Constantino, quien viajó a Tierra Santa en 326 para buscar reliquias sagradas. En Jerusalén declaró haber encontrado la verdadera cruz donde crucificaron a Jesús. En 329, su hijo ordenó la construcción de la Iglesia de la Natividad original, destruida en una rebelión 200 años después. Su segunda versión, que se levantó a mediados del siglo VI, es la que hoy queda en pie.

La Iglesia de la Natividad tiene una entrada humilde. Pequeña. Se ven los rastros de que fue reducida a través de los siglos. Dicen que para evitar el acceso de los viajeros montados a caballo o sobre un camello. Hay que inclinarse para cruzarla, por eso la llaman “la puerta de la humildad”.
No hay adornos en su fachada de gruesas paredes de piedra desnuda. Su interior no es distinto. Sobrio, oscuro, no hay bancos entre las cuatro hileras de columnas de la nave central que lleva al altar mayor. A su derecha, casi escondida y tras bajar unos escalones, está la gruta sagrada.
No hay largas filas. A diferencia del Santo Sepulcro en Jerusalén, la entrada a la gruta es rápida, sin apuro.

Vuelvo a la Plaza del Pesebre. Se escucha el llamado musulmán a la oración, desde la mezquita de Omar. Su minarete es la estructura más alta de la plaza. Fue levantado en 1860 y, por oposición, refuerza la humildad de la Iglesia de la Natividad.

¿El sitio donde nació Jesús puede quedarse sin habitantes cristianos? Así parece. Un siglo atrás, los cristianos constituían casi el 90 por ciento de la población de Belén. Hoy son sólo un tercio. Y su número sigue bajando.

A causa del conflicto en los últimos años, miles de cristianos se han ido. El número de habitantes de Belén bajó de 30 mil a 25 mil. Los que emigran son los ricos, los instruidos, los moderados en la política. Se quedan los más pobres y los que sienten con más fuerza el llamado de la fe.
Belén puede ser considerada como el lugar donde comenzó el cristianismo, pero los cristianos sienten hoy que están en un lugar peligroso. No gozan de la simpatía de los israelíes –que los consideran palestinos–, ni de los musulmanes, quienes los ven como cristianos. Y estos se sienten como intrusos en la ciudad donde nació su salvador.

Una ciudad que fue invadida y saqueada a través de los siglos por ejércitos que hablaban los más diferentes idiomas. Romanos, persas, árabes, cruzados, turcos y británicos, entre otros, fueron los dueños de sus calles.

Unas calles angostas, empinadas, donde todavía no entiendo cómo se puede manejar un automóvil.
Ya me acostumbré a negociar los precios. Y lo hago con el taxista que se ofrece a llevarme hasta el checkpoint. Pide cincuenta, pero termina haciendo el viaje por treinta shequels.

Intercambio algunas palabras en inglés. No es bueno el de ninguno de los dos, reconozco. Le explico dónde queda la Argentina. No sé si le quedó claro. Pero el fútbol llega a mi ayuda en la ciudad santa.

Creo que las últimas palabras que escuché antes de dejar Belén fueron Maradona y Messi.

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