miércoles, 15 de octubre de 2008

Historia y conciencia jurídica

Historia y conciencia jurídica

Por Horacio González

Cuando Borges asistió al juicio a la Junta de Comandantes –en el año 1985– escribió un artículo condenatorio. Presentaba una apreciación de lo ocurrido sobre la que ahora vale la pena volver. Se aproximaba a la idea de dos culpabilidades gigantescas y entrelazadas, lo que de alguna manera era una cita de toda su literatura. Se trataba de visualizar al verdugo y a las víctimas encerradas en el mismo oficio secreto de intercambiarse continuamente entre ellas. ¿Dos demonios? No es así; Borges estaba decidido a condenar especialmente a aquellos comandantes. ¿Pero de qué forma? Luego de afirmar que no tienen sentido los premios ni los castigos –lo que representaba bien a su idea de que siempre coincidían determinismo y libre albedrío–, concluye que “sin embargo hay que condenar”. Al haber eliminado toda determinación histórica, su literatura entera tuvo que inventar un mundo ético que no se justificaba en ningún credo social o político, sino en una voluntad última, individualista, de redención de lo humano. Así, Borges condenó a los victimarios, a los señores de la muerte y la vida en los campos de concentración, como los verdaderos culpables. Con estas conclusiones se sobreponía a su propia tesis sobre el “destino circular”, que sin embargo era el basamento agnóstico de su artículo.

Por esa misma época, Tulio Halperín Donghi dedicó importantes reflexiones al modo en que la idea del terror influía en un giro conceptual en la literatura, en el cine argentino y en la propia forma de escribir la historia. Se trataba de imaginar si los hechos del estado general de terror que habitaba en el interior mismo del Estado podían segmentar la historia argentina cercenando la continuidad de sus esferas valorativas. Creo que Halperín concluía su ensayo afirmando que la mutación trágica que se había alojado en la historia nacional, quebrando la proporción entre sus conflictos políticos e imágenes de reparación, introducía una novedad radical en el cuerpo nacional. A partir de entonces, no se podría considerar la historia del país como una totalidad maciza de memorias sino como un vacío primordial que reclamaba nuevos símbolos y representaciones.

El alegato del fiscal Strassera en el Juicio a las Juntas es también una pieza magistral de lo que él mismo llamó “la conciencia jurídica argentina y universal”. Haciendo la historia de esa conciencia, Strassera lee un escrito de envergadura, en el cual se argumenta que el sistema de investigación practicado en la clandestinidad por el gobierno de los tres comandantes implicaba considerar a todos los ciudadanos tácitamente culpables y sujetos a tortura. El razonamiento de la fiscalía proponía partir de los juicios de eticidad pública formulados a partir de los cimientos fundadores de la Nación. No rechazaba que el Estado tomase medidas defensivas contra una forma de violencia insurgente conocida en todo el mundo, pero condenaba que se hiciera a partir de un plan criminal sistemático del que además se negaba su existencia. Pone como contraejemplo el fusilamiento de Liniers, un héroe de la resistencia a una invasión extranjera. Pero luego ese fusilamiento era realizado bajo órdenes precisas, escritas y públicas y, como se sabe, causantes de una especial fisura en las líneas de mando de los jóvenes revolucionarios.

En el alegato de Strassera, condenar a los miembros de aquella junta militar implicaba poner nuevamente sobre un carril pensable, admisible, verosímil, el conflicto fundador de la nación argentina. Las decisiones tomadas en la clandestinidad del Estado vulneraban esa forma originaria de la nación. Eran actos de “lesa humanidad” porque quebrantaban a las personas en un rango superior de su existencia, afectando su pertenencia misma a sentidos irremisibles de la colectividad nacional, faltando los cuales quedaba fatalmente expropiado el significado de la vida en común.

A su vez, uno de los condenados, el ex almirante Massera, realizó su particular alegato de defensa sobre extrañas premisas. En ese mismo juicio, aludió a una reconciliación nacional donde “todos los muertos” serían “de todos”, a la manera de una refundación nacional basada en el sacrificio catártico, necesariamente sangriento. No sería imposible ver las huellas de Joseph de Maistre en el marino que quiso “purificar por la sangre” a una suerte de democracia social imaginada entre sueños retorcidos y fabricada en las mazmorras. O la Argentina seguía el camino de las ensoñaciones de Massera, o el del texto cardinal de Strassera. Con las dificultades conocidas, esto último fue lo que pasó.

La conciencia jurídica argentina necesitada de grandes textos, sean legislativos o ficcionales, emanados de la teoría del derecho o de las grandes piezas de reflexión cultural de época se iba cimentando en reflexiones dispares pero profundas para restituir aquel vivir en común que surgía del conflicto fundador. En su reciente discusión sobre la muerte en la historia, el filósofo Oscar del Barco, en una carta trascendental sobre la responsabilidad y sus alcances ontológicos, consideró que había un plano de igualación en el asesinato, cual sea su motivo, su raíz o justificación. Sin embargo, escribió que “había formas de maldad suprema e incomparable”. El asesinato “es siempre lo mismo”, pero hay hechos incomparables frente a los cuales no se puede decir que “es lo mismo”. La discusión que desató esta carta dirigida como mera “carta de lector” a La intemperie, revista cultural cordobesa, y que aludía a un episodio marginal de las guerrillas prefiguradoras de lo que luego fueron los grandes nucleamientos posteriores, es también parte de los anales de la conciencia jurídica y humanística argentina. No de otra cosa.

En su respuesta a esa carta, León Rozitchner afirmó que las violencias contrapuestas eran radicalmente heterogéneas y esa falta radical de simetría entre las violencias estaba fundada en última instancia en la idea de que no hay absolutos cerrados en términos de una salvación personal, sino que “el rostro del otro” ya está dentro mío y todo ello inserto en una realidad mundana, histórica. El juicio de subjetividad se hallaba en la historia y no en la metafísica.

Sin embargo, más allá de esta disparidad filosófica, la polémica no llevaba ni a la fábula de los “arrepentidos”, al gusto de los personeros de los estrategas de las autocracias ni a la reposición de los “dos demonios”, pues en el fondo era una discusión sobre la responsabilidad política general o de la “conciencia jurídica universal” ante medio siglo de historia argentina. Todos estos escritos y muchos más que sería inagotable mencionar, componen el cuerpo de la conciencia crítica respecto del tema del pensar en la historia o del pensar en el tejido moral de un lenguaje pospolítico. Este decisivo debate saltó a los medios de comunicación y fue considerado en algunos círculos desaprensivos como el pasaje a una culpa autodeclarada, para que los cronistas agazapados de la “gran reprimenda” expusieran nuevamente el ritornello de los “dos demonios”, concepto que nunca dejó de estar en la sordina del debate. ¿No se lo sugiere en el prólogo mismo del Nunca Más? Con él coquetea el mismo Strassera, sin aceptarlo necesariamente. Se comprende: era la forma de proteger lo hablado para decir lo otro en una sociedad difícil como la nuestra. Y lo otro significaba que hubo crímenes de Estado cuyo enjuiciamiento necesario imbricaba y solicitaba desde las artes jurídicas hasta la novela, desde la filosofía hasta el pensar de las religiones.

Difícil imaginar ahora una sociedad contemporánea con tal nivel de controversia y meditación trascendente sobre un evento vital de su historia. Sin duda, el debate alemán, que pareció cerrarse en los años ’80 con la “polémica de los historiadores”, adquirió estatura semejante y en su último tramo versó sobre el mismo tema que ahora nosotros atravesamos. ¿Hay una sociedad alemana que pueda pensarse homogéneamente a lo largo de la historia? ¿O hay un corte histórico abrupto que introduce una novedad ética por la cual no sería posible que un capítulo posterior de la vida colectiva debiera considerarse heredero del momento crucial en que predominaban los agravios a la condición humana? Rechazar una herencia abominable permitía superar el “todos fuimos culpables” que en ciertos casos surgía de conciencias sinceras y, en otros, de intentos de reposicionar la memoria subterránea de los aparatos represivos.

La idea que trasunta el estremecedor escrito de Del Barco sobre la culpa –declararse responsable aun sin tener que ver con la consumación de los hechos más que de una manera solo vinculada a las atmósferas discursivas de época– mostraba hasta qué punto la conciencia crítica argentina, basamento latente de una conciencia jurídica autónoma, buceaba en sus pliegues morales más profundos para perfeccionar el juicio sobre un desgarramiento social violento. Superando figuras conceptuales indebidas, como el arrepentimiento instigado o la forzada autocrítica del caído –meras contricciones políticas–, el razonamiento iba hacia el lado de fundar en la sociedad argentina una austera sabiduría sobre lo ocurrido sin tribunalizar lo que el juicio político emancipado ya sabe de por sí.

Es que hay ciertos extravíos a los que develará la historia futura y otros que ya lo eran al momento de manifestarse. ¿No lo sabemos todos, sin el auspicio de los juzgados? Por tanto, tampoco la ley en su frialdad de necrópolis puede disecar el pasado sin embalsamarse a sí misma. Cuidado con eso. Con reconciliaciones que son simulacros de hegemonías al acecho, utilizaciones vicarias de géneros prestigiosos, como el periodismo de investigación, a fin de habilitar nuevas escenas jurídicas despojadas de historicidad específica y de universalidad altruista. Podrían estar relacionadas mucho menos con el humanismo jurídico fundante de sociabilidad autónoma que con una falsa simetría política, de cuño inmediatista, que le quita singularidad y justa locuacidad a los hechos.

En esta misma situación estamos ahora, lo que puede implicar un retroceso respecto de la juridicidad de gran nivel histórico obtenida por el país, y sin la cual no hay, no habrá libertad reflexiva. En el pasado hay crímenes planificados a escala de la humanitas y absurdas demasías que sólo omitiendo las señales rigurosas de una época serían materia criminal. La historia argentina que vivimos puede ser revista por la ley, pero no por una ley que hable como un autómata político. Debe ser ley historiadora, heredera del debate que hace tiempo está desplegado, y no mero desmantelamiento moral, operación política. Ahí están los documentos de la civilización argentina refundada en múltiples dictámenes laboriosos, con textos salidos de la imaginación crítica de juristas, escritores, periodistas y filósofos. No hay que relativizarlos. Correríamos máximo peligro si lo grave que necesita ser pensado, se somete a reglas de oportunidad inmediata. No se trata de evitar responsabilidades ni de cerrar el debate histórico. Se trata de no abandonar la conciencia jurídica universal conquistada.

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