domingo, 12 de octubre de 2008

Pienso, luego existo

Pienso, luego existo

La obra de José Pablo Feinmann es tan profusa, amplia, aguda y volcánica que resulta inclasificable: novelas, columnas de análisis político, intervenciones mediáticas, ensayos sobre cine, fascículos de filosofía, obras de teatro, guiones de cine, cuentos y hasta un programa de televisión. Como si fuera poco, dentro de esas mismas obras, unas invaden a otras, dando forma a un estilo aún más inclasificable. Pero si hay un amor que las atraviesa a todas, sin duda es la filosofía, a la que se dedicó ininterrumpidamente desde sus años de facultad. Por eso, la publicación del monumental La filosofía y el barro de la historia (Planeta) marca la aparición de uno de sus libros fundamentales, uno de esos para los que alguien se prepara toda la vida y la deja en el.


Por Gabriel Lerman

Un filósofo en la TV. Algo que podría ser una contradicción de términos, él lo convierte en una experiencia posible, cercana. Un filósofo en el diario. Algo que es usual, él lo convierte en un modo de intervención pública que supera la media de opinadores profesionales que recorren los medios. Incluso rompiendo esa idea del profesor inmaculado que todo lo sabe y viene a dar cátedra con su pluma. Sin embargo, es inclasificable. ¿José Pablo Feinmann filósofo, narrador, novelista, guionista? Seguramente todo eso junto, a la vez y en simultáneo. Acaso el secreto de la literatura de Feinmann comience a develarse en las páginas de La filosofía y el barro de la historia, edición completa y definitiva en un tomo único de ochocientas páginas que ahora publica Planeta, y que recopila los fascículos de la colección que, con el mismo nombre, salió cada domingo en Página/12. Porque en estas páginas fluye con gran disposición, pericia y antojo, la pluma de un intelectual imaginativo. Es decir, aquello que Feinmann dice que aspira a lograr como intelectual a través de la alternancia de formatos, soportes y géneros, en este tomazo, en este ladrillo descomunal encuentra la solución en una única y propia escritura.

¿Cómo llegás al estilo de esta obra?
–El estilo es una de las cosas más importantes –dice José Pablo Feinmann–, porque en realidad yo empecé a dar esta temática en un curso, en 2004, al cual se inscribieron novecientos alumnos en el primer cuatrimestre. Entonces daba clases los martes y los jueves, cuatrocientos cincuenta y cuatrocientos cincuenta, y lo di a lo largo de todo el año. Después, Hugo Soriani me dijo: ¿Por qué no lo publicás en Páginal12?”. Y me dieron las desgrabaciones con el discurso. Pero eran un desastre. La idea era publicar las desgrabaciones, pero era imposible porque tenían todo tipo de baches, derivaciones y divagaciones. Entonces dije: lo voy a escribir. Pero se me ocurrió una idea, yo no sé si buena o mala: escribirlo como si estuviera dando una clase, como si le hablara, en este caso, al lector de Páginal12.

Hay referencias literarias, una narrativa con suspenso, idas y vueltas...
–Una investigadora canadiense me dijo que “narraba la filosofía”, y me pareció una buena definición. El libro es muy personal, yo expongo un filósofo, pero después le bajo la caña. O lo apruebo, o estoy de acuerdo, o lo relaciono con tal cosa. Lo más fuerte de todo en el libro es la discusión sobre Heidegger. Y también hay otro momento muy poderoso en el cual le debo mucho a Rubén Ríos y a Edgardo Castro, eruditos en Foucault. Hice un diálogo entre Foucault y Sartre, una gran discusión acerca del sujeto. Los pasajes de Foucault y Sartre. Cuando desarrollo Foucault, Sartre interviene constantemente.

LA ESCRITURA O LA VIDA
Alguna vez dijo que su referente indiscutido en la Argentina, su ideal arquetípico, era David Viñas. En la presente entrevista dirá, hablando de filósofos, que su modelo es Jean-Paul Sartre, el intelectual total, el catedrático que puede ser el columnista brillante del journal y a la vez el dramaturgo grave de la comedia. Hay quien dice que es el Norman Mailer argentino, y la referencia tiene que ver con el carácter volcánico y desmesurado de su obra: difícil escapar a la impresión que genera la productividad literaria de Feinmann. Un autor imantado casi de manera lúdica, infantil, con el tamaño de esos libros característicos del pensamiento moderno que superaban las seiscientas páginas, que eran escritos tras abrumadoras temporadas en las que sus autores dejaban en ellos, literalmente, sus vidas. La vida por un libro, la vida en el libro. Y Feinmann suele tomarse sus desbocados proyectos con esa irracionalidad y ese ensimismamiento que lo caracterizan, donde las citas bibliográficas atraviesan raudamente su mente, lo fulminan, lo enceguecen, lo hechizan, pero donde pervive un mandato de totalidad, un forzamiento de la incompletud hasta el agotamiento y la sequedad del concepto, donde pase lo que pase debe resurgir el poderío de la explicación, una razón y una libertad superadoras. Feinmann pregona que un libro donde no se agita la existencia de un hombre no es un libro que valga la pena. Y ese hombre es tanto el autor como el lector, un instante imaginario donde ambos entran en juego y se funden en el centro.

¿Qué pensabas de la filosofía cuando empezaste a estudiarla, de joven?
–Yo entré en la carrera de Filosofía en el año ’62 –dice Feinmann–. Tenía dieciocho años, y era un gran momento de la universidad, en la calle Viamonte 430. Tengo un libro de Laclau que en la dedicatoria dice: “A Viamonte 430, donde empezó todo”. Yo era un pibe de dieciocho años que entraba con el fervor de devorarme toda la filosofía del mundo. Pero lo que tiene la filosofía de particular es que tenés que saber mucho antes de empezar a laburar por tu cuenta o a decir una palabra tuya. Podés escribir un buen poema, un buen cuento a los dieciocho años, pero para escribir filosofía tenés que formarte. Digo, para no abrir puertas que ya fueron abiertas hace siglos. Ahí hago diferencia con la literatura. Yo escribo literatura desde los ocho años: escribía novelas de cowboys, de piratas, nada del otro mundo. Iba al cine, miraba la película, me gustaba, volvía a casa y escribía un cuento sobre el tema de la película. Yo iba a seguir Letras, y creo que me inscribí en Letras, pero la Filosofía me devoró enseguida.

¿Por qué?
–Ahí estaba la totalidad del saber, el más alto de los saberes. En la literatura podían estar, pero había que rastrearlas dificultosamente. Y no estaba en todos los escritores. Pero en los filósofos estaba el más grande desafío. En cuanto a la dificultad de la filosofía, me especialicé en Hegel. Porque era el más difícil de los filósofos, el que había que saber, el que te iba abrir las puertas de todos los demás. Pero me pasé a Letras de nuevo e hice Española II y III, que fue una tortura. Con una profesora que se llamaba Frida Weber de Kurlat, un dinosaurio de la carrera de Letras que fue directora del Departamento hasta que en 1973 la sustituyó Paco Urondo, mirá cómo es este país...

¿Y volviste a Filosofía?
–Sí. Como yo tenía la guita asegurada por el lado de la empresa familiar, no tenía apuro por recibirme. A cada materia le dedicaba muchísimo. Empecé en 1962 y la última materia creo que la di en 1969. Y me olvidé de la tesis, me olvidé porque ya era profesor. Yo fui profesor, jefe de trabajos prácticos, hasta 1972. Ahí presenté mi tesis, porque la Juventud Peronista de Humanidades de La Plata me pidió que fuera decano allí. Y yo les dije que sí. Todo era maravilloso, iba para adelante, pero me faltaba la tesis. Entonces lo fui a ver a Conrado Eggers Lan, que era director del Departamento de Filosofía en la UBA, y me dice: “José, cómo que no dio la tesis”. Rendí la tesis y cuando me volví a encontrar con los muchachos de La Plata resulta que Rodolfo Mario Agoglia, que era el rector, había elegido a otro.

FILOSOFIA VIVA
La escritura de este libro entrevera filosofía y ficción, referencias al cine, a la historia, a la biografía, a la política, mientras se evoca la Selva Negra de Heidegger y la pipa que fuman con su amigo el campesino. La solución al enigma Feinmann está aquí: su problema ya no es la TV, el cine, el periodismo, los cursos de filosofía. La escritura feinmanniana se ha nutrido de técnicas narrativas que cruzan géneros, las ha reelaborado y fundido a un estilo personal que se mueve aquí o allá sin inhibiciones, ni remilgos. Falta ponerle nombre: narrativa filosófica o filosofía narrada. Y el ejemplo, dicho a modo de anticipo, es cómo llegó a su ¿próxima novela? Hace pocas semanas, mientras escribía uno de los fascículos de Páginal12 sobre Peronismo –particularmente uno de los dedicados al secuestro de Aramburu– tomó una rama de su árbol, se abrió del tronco principal y empezó a novelar diálogos y situaciones del secuestro. A poco de andar, cayó en la cuenta de que tenía setenta páginas que se recortaban del resto, que ya no tenían directamente que ver con el texto de origen, y que allí había otra cosa, el embrión de una novela.

Acaso Feinmann siempre quiso La filosofía y el barro de la historia, siempre lo soñó. ¿Cómo no imaginar al joven y ambicioso estudiante de 23 años, que da clases en la calle Viamonte, soñando con la escritura de un curso general de filosofía? El filósofo italiano Franco Volpi, traductor a su idioma de Heidegger, en su entusiasta prólogo a este libro de Feinmann, dice: “He aquí la mejor respuesta a todos aquellos, analíticos y continentales, que hoy en día tratan a la filosofía como a un perro muerto. ¿La filosofía ha muerto? ¡Viva la filosofía!”.

¿Qué pasó después que presentaste la tesis, en 1972?
–Eggers Lan, que era un profesor católico, me dice: “José, quédese aquí en Filosofía, y cree la Cátedra de Historia de Pensamiento Latinoamericano”. Eso es trabajo mío y de Guillermina Camusso. Ahí di Francisco Solano López como gran pensador latinoamericano: el Paraguay, las industrias y el desarrollo autónomo, con escritos de Solano López. Y después de esa época recuerdo mi gran conquista en Historia de la Filosofía Contemporánea, que la dictaba el profesor Klein, que era un genio de la filosofía, y yo era su ayudante de trabajos prácticos. Entonces, en 1969, lo fui a ver y le dije: “Quiero dar Juan Bautista Alberdi en mi comisión”. Me miró descreído. “¿Alberdi? ¿Cómo qué?” Y yo le dije: “Como filósofo contemporáneo”. El tipo lo pensó un rato y me dijo que sí. Ahí di, por primera vez, Fragmento preliminar al estudio del Derecho. Fueron mis hazañas de ese momento, que ya prenunciaban mi etapa nacional popular.

LA SANGRE DERRAMADA
En 1990, Feinmann publica La astucia de la razón, una de sus novelas más logradas. Allí, cuatro amigos, estudiantes de filosofía, tienen un largo encuentro durante una noche de noviembre de 1965, en una playa de Punta Mogotes, Mar del Plata. Según enuncia la novela, en un estilo entonces de moda entre autores como Ricardo Piglia y Juan José Saer, que acriollaban a Thomas Bernhard, cada uno de los cuatro amigos representa una corriente filosófica. La propia novela lo articula así: “Mientras conversaban sobre el sentido final de la filosofía, sobre Sócrates, Descartes, Kant, Hegel, y, según se verá, sobre el peronismo, inesperado concurrente a esa comida, el peronismo, traído, sorpresivamente, por ya veremos quién, habrían de comer, escribía, esa carne tierna”. Los amigos son Pablo Epstein, Pedro Bernstein, Ismael Navarro y Hugo Hernández. En ese orden, el primero es el hegeliano, luego los otros que expresan variantes del marxismo y, por último, el personaje demorado, el carismático Hugo Hernández, el portavoz del teorema latinoamericano. Este último joven, que narra un encuentro con el gordo Cooke en Córdoba, arquea la novela, la hunde en un lugar específico: aquel que diferencia a la Argentina, que la ancla en Latinoamérica y, sobre todo, la desmarca de Europa. Porque las “convicciones arrasadoras” de Hugo Hernández, las referencias a Cooke, al peronismo y a América latina, delinean una deriva, una zona de clivaje diferencial en la narrativa feinmanniana. Ya que la colección emprendida por Feinmann posteriormente a La filosofía y el barro de la historia ha sido Peronismo, filosofía política de una obstinación argentina, es de esperar que surja, finalmente, su propia versión, su regreso al pensamiento latinoamericano. Es como si en la ancha y profusa novelística del profesor aún se demorara la aparición del tercer hombre, el misterioso Harry Lime (Orson Welles), o el cuarto, según La astucia de la razón. Aquel personaje que se dio vuelta como un guante, que resuena hoy en la nueva edad política del continente, que pide a gritos una interpretación y una transformación, que quien sabe o quien verificó si la violencia o la sangre derramada fueron o serán las parteras de la historia.

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