Sobre el genocidio armenio
Por José Pablo Feinmann
El día 24 de abril ha sido declarado Día de acción por la tolerancia y el respeto entre los pueblos. Se eligió ese día en memoria del genocidio perpetrado por los Jóvenes Turcos contra el pueblo armenio. Fue el primer genocidio del llamado “siglo de los genocidios”, el veinte. Pero el genocidio armenio expresa una doble masacre: una en la realidad, otra en la memoria. Ha sido el genocidio olvidado. El genocidio que a nadie –salvo a ellos, que lo padecieron– le importa reivindicar, recordar. Fue tapado por el Holocausto, por la Shoah, algo que encierra una paradoja triste. El genocidio armenio sirvió a Hitler para convencer a sus subalternos de la necesariedad de la “solución final” y de la ausencia de costos morales o políticos que tendría. Sólo les preguntó: “¿Acaso alguien recuerda hoy el genocidio armenio?”. Esta ausencia de memoria disparó la realización de la masacre de los judíos, de los gitanos y de cualquier disidente político en los lager del Reich. Luego el Holocausto cubrió –al concentrar en sí todo el horror– a ese viejo genocidio de casi principios de siglo, de sombras, fue aprovechado para hundirlo en el olvido por quienes saben que el olvido es la posibilidad de todo genocidio. No hay una Ana Frank armenia. No hay una carita con la dulzura de la de Ana, una sonrisa que nos llene de ternura y de dolor como la de ella de ningún niño armenio. El jurista Carlos Rozanski dijo que él, de pibe, en su barrio de Boedo, solía ver, durante el mes de abril, un afiche que mostraba una hilera de cabezas (no de calaveras: de cabezas, lo que indicaba que habían sido recientemente segadas) sobre unos tablones. Una biblioteca macabra. Eran (si mal no recuerdo ahora) tres tablas que exhibían cabezas de armenios. Cabezas de armenios muertos. Fue, para él, su primer contacto con el genocidio de ese pueblo. Pero era difícil –para un chico– no sentir rechazo, un horror intolerable que empujaba a más a darse vuelta, a huir que a mirar. ¿Qué sucedía? Que ignorábamos qué era eso. Qué tenía que ver con nosotros. Salvo espantarnos. Con Ana Frank todo es distinto, hay otro mecanismo ante el horror que posibilita el acercamiento. El rostro de Ana es hermoso –es uno de los más hermosos rostros de una niña judía– pero el horror surge porque sabemos que Ana fue asesinada en Auschwitz. Unir la belleza de esa carita a una cámara de gas se vuelve intolerable.
Pero no era así con las cabezas de los armenios. Ahora sabemos –y cada vez lo sabremos más y más– por qué esa cabezas fueron puestas sobre esos tablones, fotografiadas, por qué ese afiche está pegado a esa pared, por qué eso sucede sobre todo en el mes de abril. Porque Turquía –entre 1915 y 1923– asesinó a 1.500.000 armenios en el primer genocidio del siglo XX, que, aunque sea llamado el siglo de los genocidios no por eso deberá creerse que podría ser llamado también el siglo del fin de los genocidios.
El jueves 23 de abril, en el Salón de Actos del Colegio Nacional de Buenos Aires, el juez federal Carlos Rozanski, el vicepresidente del Inadi (Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo) Pedro Mouratian, el senador Daniel Filmus y yo fuimos invitados para hablar sobre el genocidio armenio y su sentido. Un sentido que liga ante todo con el sentido que debe tener la existencia del hombre, su condición y la lucha contra el mal, la pulsión de muerte –invencible– que habita en él. “El bien y el mal –dijo alguna vez Dostoievski– están en lucha perpetua y el campo de batalla es el corazón del hombre.” (Lo cito a Dostoievski porque soy un cobarde que raramente se atrevería a escribir la frase: “El corazón del hombre”.) También –poderosamente– estuvo con nosotros la directora cinematográfica Carla Garapedian, que presentó fragmentos de su documental Screamers, que protagoniza una banda de rock ultra-heavy que lleva el nombre de System of a Down. El documental es magnífico y Garapedian hizo de él una presentación brillante. La banda System of a Down tiene potencia, golpea, grita: “¡Asesinos! ¡Mentirosos!” y esas palabras se dirigen a los negacionistas turcos pero también a todos quienes los acompañan en esa actitud miserable. Filmus –que no pudo estar– envió su palabra a través de un video y dijo con sinceridad lo que quería decir: el Gobierno reconoce el genocidio armenio (que Alfonsín fue el primero en reconocer en la Argentina, que Menem vetó en la década del ’90) y hará todo lo que le sea posible por su reconocimiento universal. Empecé, a mi turno, por recordar cómo Armenia, desde chico, había llegado hasta mí. Conocía la foto de las cabezas tronchadas, pero también iba a la Galería Belgrano, en Cabildo, a buscar discos o a mirar las novedades, muchas de las que no podía comprar porque tenía un dinero semanal que me daba mi viejo y no siempre me alcanzaba para los longplay anhelados. Estaba entrando en la música clásica, tenía el piano de casa y me gustaban los conciertos para ese instrumento que amé desde siempre. Un día descubrí el Concierto para piano de Aram Khachaturian. Era muy bueno. Me gustó muchísimo y conseguí tocar algunos pasajes del movimiento lento que –aún hoy– defendería ante tipos que saben diez veces más de música que yo, como Monjeau y Fischerman, y sospecho que no han de valorar a Khachaturian. Del modo que sea, el querible Aram fue el compositor armenio más célebre de su tierra (aun cuando se lo considerara “soviético”), subsistió dignamente bajo Stalin (no delató a nadie), su Danza de los sables hizo furor en los tragamonedas de Estados Unidos cuando la cantaron las Andrew Sisters y luego no hubo quien no la tocara (hasta hay una divertida versión de Ray Connif) y quien no se dejara seducir por su ballet Gayaneh, de 1942, y Spartacus de 1956, cuyo tema lírico se inspira hasta el plagio en el célebre blue Stormy Weather. Pero Khachaturian era, para mí, armenio. Y ya de grande me emocionó ver una foto suya en la que besa las manos de un Shostakovich muerto, reposando en su ataúd, en silencio después de tanta música genial. Dije mucho más pero nada que ya alguien no haya dicho antes. Sobre todo Freud en El malestar en la cultura: que le será difícil a Eros triunfar sobre la pulsión de muerte, que el hombre ha vivido entregado a la autodestrucción y a la destrucción y nada parece prever que habrá de sosegarse. Alguna vez –si puedo– escribiré un ensayo sobre el Mal, porque de eso se trata todo. “De eso” significa de su presencia constante, invencible, de su condición de hilo conductor de la historia humana, de su aplastante victoria sobre el bien, sobre la idea de un Dios bueno y no perverso o ausente. Hegel decía que la “historia avanza por su lado malo”. ¡Ah, las tentaciones de la dialéctica, ese poder para justificarlo todo, aun lo más injustificable! Si la historia “avanza por su lado malo” es porque la historia no avanza, persiste en su abismo, en su decurso insensato y catastrófico. ¿Dónde está la esperanza? La tenía a mi lado. La fe en el hombre estaba sentada al lado mío. Me di cuenta cuando empezó a hablar Carlos Rozanski. Es un juez federal, tiene cerca de 59 años, parece un pibe, lleva un pelo largo que le cae sobre la espalda, empilcha bien, derrocha simpatía, es generoso con quienes se le acercan, es judío y es el abogado que presidió el tribunal que condenó a Etchecolatz y al cura Von Wernich. (Un abogado judío que condena a un cura asesino no es un espectáculo frecuente en un país católico que aún sostiene, con el dinero de sus contribuyentes, a una Iglesia que, entre otras cosas, estuvo imperdonablemente lejos de condenar o denunciar a sacerdotes como Von Wernich sino que los amparó y, si fuera por ella o por la alta jerarquía vaticana que jamás le pidió algo diferente, seguirían libres.) Rozansky es un héroe civil de este país, es uno de esos tipos que le hacen a uno creer, no sólo en la condición humana sino en el ciudadano argentino, algo que se me hace excesivamente difícil a veces. Por suerte, no. Carlos Rozansky, en su sentencia a Etchecolatz, dice: “No estamos, como se anticipara, ante una mera sucesión de delitos sino ante algo significativamente mayor que corresponde denominar ‘genocidio’. Pero cabe aclarar que ello no puede ni debe interpretarse como un menosprecio de las diferencias importantes entre lo sucedido en Argentina y los exterminios que tuvieron como víctimas (más de un millón) al pueblo armenio (primer genocidio del siglo XX producido a partir de 1915), el de los millones de víctimas del nazismo durante la segunda guerra mundial o la matanza en Ruanda de un millón de personas en 1994, para citar algunos ejemplos notorios. No se trata de una competencia sobre qué pueblo sufrió más o qué comunidad tiene mayor cantidad de víctimas. Se trata de llamar por su nombre correcto a fenómenos que, aun con diferencias contextuales y sucedidos en tiempos y espacios distintos registran una similitud que debe ser reconocida. Es que, como concluye Feierstein al dar las razones por las que distintos procesos históricos pueden llamarse de la misma manera, utilizar el mismo concepto sí implica postular la existencia de un hilo conductor que remite a una tecnología de poder en la que la negación del otro llega a su punto límite: su desaparición material (la de sus cuerpos) y simbólica (la de la memoria de su existencia)”. (Rozanski hace mención al libro de Daniel Feierstein/Guillermo Levy, Hasta que la muerte nos separe. Prácticas sociales genocidas en América Latina, Ediciones Al Margen. Buenos Aires, 2004.) Y continúa: “Cuando el Estado desconoce el compromiso fundacional que le da origen, retaceando o negando información a sus propios jueces, secuestrando o deteniendo personas sin orden de juez competente, y desconociendo o negando ulteriormente su secuestro, torturando, mutilando y matando personas, e instalando –por medio del terror– una justicia complaciente, secuestrando y apropiándose de cosas ajenas sin justificación alguna, y negando información sobre estos procedimientos a la autoridad judicial, reniega de sus propios fines, su propia justificación teleológica, y se transforma en Estado ilegítimo, circunstancia que, desde el punto de vista del derecho, justifica la oposición y hasta la resistencia a su actividad por parte de las instituciones no estatales, de los partidos políticos y de los ciudadanos y de los habitantes que le dieron origen fundacional” (La Plata, septiembre 2006). Esas cabezas de armenios que Rozanski había visto de pibe en Boedo seguían en su conciencia. Ahora condenaba a sus asesinos. Que también habían actuado aquí. Tanto los Jóvenes Turcos como Etchecolatz y el cura Von Wernich participan de una misma aberración que, hoy, el mundo llama genocidio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario