¿El que mata tiene que morir?
Por Sandra Russo
Con anteojos negros, visiblemente afectada por la muerte de su colaborador, sacada por el dolor, o más bien escudada en el dolor por el crimen brutal del que fue víctima Gustavo Daniel Lanzavecchia, de 32 años, en Lomas del Mirador, Susana Giménez habló. Un aviso clasificado para vender un VW Bora, que desapareció del lugar, habría sido el detonante de un asalto que terminó en asesinato. Un policía, Alejandro Alvarez Auer, aparentemente un casual interesado en el auto, fue acuchillado por tres hombres que llegaron y mataron a Lanzavecchia, cuyo cadáver apareció en la pileta de la casa. Las dos víctimas estaban amordazadas.
Susana Giménez, recién llegada de Miami, convocó a la prensa en la puerta de su casa de Barrio Parque. Sin embargo, lo que tenía para decir iba más allá de ese dolor. “El que mata tiene que morir, y basta de los derechos humanos y esas estupideces”, dijo. Y repitió tres veces: “El que mata tiene que morir”. Y también dijo: “Y basta con que son menores”. Y: “Yo soy pueblo”. Y: “Como pueblo tenemos que hacer algo. Y si no lo hace el gobierno, lo tenemos que hacer nosotros, el pueblo”, dijo. ¿Hacer qué?
El dolor de los familiares de las víctimas de los delitos comunes que tienen lugar todos los días o día por medio es entendible. Una madre, un padre, un hermano, los hemos visto y escuchado. Del falso ingeniero Blumberg en adelante o para el costado, han salido en los últimos años muchos pedidores de mano dura, pero nunca de mano tan pero tan dura como la que reclama esta platinada conductora de televisión que hace veinte años conocía a Gustavo Daniel Lanzavecchia, pero recién el año pasado se enteró de su nombre. Lo había nombrado Gustavo Damián, como dijo ella misma, ya perdida en su halo suprahumano de diva televisiva. En esa esfera olímpica, donde viven los dioses y las diosas mediáticos, a los colaboradores se los renombra y se los reinventa. Y se los evoca: “Era un ser maravilloso. Me gustaban unas pastillas de menta y él decía dejá, te las traigo de Uruguay. Era pura bondad”.
A Susana Giménez anoche le temblaba la voz, y era creíble su indignación, su desconsuelo. Pero ni la indignación ni el desconsuelo de una estrella televisiva pueden tapar el peso político de esa conferencia de prensa convocada y del núcleo de su contenido, que evidentemente no fue producto del dolor ni de la sorpresa, sino más bien de una convicción. Porque “el que mata tiene que morir” es una frase terrible, atroz, que no puede ser pasada en limpio como el desahogo de una mujer que vive entre rosas amarillas.
Susana Giménez no es tonta ni nada que se le parezca. Sencillamente es una mujer que sólo se sensibiliza ante dramas que la tocan a ella. Porque si “el que mata tuviera que morir”, en este país hubieran pasado cosas abismalmente horribles, que otros seres tan doloridos, mucho más doloridos que ella, se cuidaron de decir, de pensar, de llevar al acto. “Diabólico”, “repugnante”, fueron los adjetivos que usó Giménez para referirse al crimen, que por cierto tuvo esos ribetes. Lanzavecchia no habría podido impedir el robo del auto. Lo mataron con ese sadismo inexplicable que no puede explicarse, que supera los límites del entendimiento.
Sin embargo, algo hacía falsa escuadra en las declaraciones de Giménez, que repetía ante el nudo de micrófonos: “Durante veinte años vivió para mí”. En este país ha muerto mucha gente que no vivió para Susana Giménez ni mucho menos, y ese pedido afónico de la pena de muerte no pudo sustraerse a un narcisismo incomprensible que va mucho más allá de una conductora de televisión dolorida. Ni la fama ni el éxito ni el rating ni la popularidad son herramientas habilitadoras para decir las cosas brutales que dijo ayer Giménez, una mujer acostumbrada a que tampoco a ella se la llame por su nombre. Es común reemplazar su nombre y apellido por “la diva”. Una diva televisiva no es más que alguien que hace un programa de televisión que mira mucha gente. Eso es todo. El dolor que un crimen le despierte, el dolor por la pérdida de alguien tan querido, el dolor y la impotencia por la muerte de alguien que “vivía para ella” no son excusa para poner en escena la aberrante figura de la pena de muerte. Y muchísimo menos, la habilita a hablar de los derechos humanos como “estupideces”.
“¿De qué tienen miedo? ¿De ser impopulares?”, preguntó la conductora televisiva que construyó su imperio fingiendo no saber que los dinosaurios son fósiles. Esa es su vara. Ni se le ocurre que hay mucha gente que no quiere la pena de muerte por racionalidad y convicción.
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