sábado, 6 de febrero de 2010

Tomás Eloy Martínez (1934-2010)

Tomás Eloy Martínez (1934-2010)
Adiós al maestro


Simplemente Tomás...

El escritor y periodista murió después de legar a la literatura clásicos como Santa Evita o La novela de Perón. Reproducimos una de las últimas entrevistas que brindó, publicada en Contraeditorial de agosto.

Por Diego Rojas

"La Historia también merece ciertas dosis de justicia poética”, debe haber pensado Tomás Eloy Martínez hace mucho tiempo, 37 años atrás, cuando decidió escribir la crónica de una tragedia y narró la masacre de Trelew. El escritor y periodista –grande entre los escritores, maestro de periodistas– había decidido contar la verdad, romper los cercos del miedo y la censura, sumergirse en la realidad para emerger luego no sólo con una historia, sino también con herramientas para comprender una época. En 1972, meses después de los fusilamientos clandestinos de los guerrilleros apresados en el intento de fuga del penal de Rawson, Tomás Eloy Martínez viajó al Sur, a esos parajes en los que reina el viento y el silencio, para encontrarse con los protagonistas de esos sucesos, para ser testigo de sus circunstancias, para instarlos al recuerdo. Los hizo hablar, incluso al viento y al silencio, y después escribió la historia definitiva de la masacre de Trelew y de la rebelión de esa misma comuna, acontecimientos que todavía hoy resuenan en la conciencia de quienes estuvieron ahí, en la de sus hijos y en la de los hijos de sus hijos. “Debe existir la justicia poética”, habrá pensado Martínez cuando pudo, al fin, escribir.

–Se cumple otro aniversario de la masacre de Trelew y de la publicación de su investigación sobre los hechos. ¿Cómo recuerda al Tomás Eloy Martínez de aquellos días, cuando comenzó a recibir las noticias?

–Pregunta para un psicoanalista. El Tomás Eloy Martínez de aquellos días era el mismo de una década atrás y de la década siguiente: alguien que creía en la construcción posible de un mundo mejor y más justo, y que deseaba ayudar en esa empresa desde su lugar de trabajo. Era un periodista atento a la ética de la profesión y, sobre todo, a que los lectores tuvieran voces responsables a su servicio. Me inquietaba la genuflexión uniforme de la prensa argentina ante las versiones uniformes de la historia que ofrecía el gobierno militar. Como director del semanario Panorama, dediqué los primeros números a desaparecidos que ahora se recuerdan muy poco, como Martins y Zenteno. Y, como todo periodista consciente de las responsabilidades de su profesión, era escéptico ante toda información oficial. Los primeros télex que llegaron a la redacción de Panorama la mañana del 22 de agosto eran tan incoherentes y sospechosos que resultaba fácil dudar de su veracidad. Lo que hice, por lo tanto, fue sólo cumplir con mi deber profesional. Puse la noticia en duda y acudí con esa duda a los voceros del gobierno para oír lo que tuvieran para decir. Me reuní con Edgardo Sajón, jefe de prensa de Lanusse, a las seis y media de la mañana en un café de la Av. del Libertador, y lo que me dijo me confirmó de manera indirecta que estábamos ante una matanza. La orden oficial, sin embargo, hablaba de un intento de fuga en la base Almirante Zar. Los hechos son conocidos. Forman parte de ese impulso a la épica y esa constatación del fracaso que se repite una y otra vez en la historia argentina. El penal de Rawson alojaba a los presos políticos más peligrosos del país. Entendamos: en el lenguaje castrense y de los servicios de inteligencia de aquella época, la palabra “peligroso” implicaba una serie de cualidades: sagacidad, historial de acción, don de masas, foja de militancia, liderazgo. Los presos poseían alguna de esas virtudes –algunos las poseían todas–, a tal punto que se habían hecho demasiado notorias para el régimen y les había costado que sus huesos dieran en los calabozos. Allí estaban desde militantes universitarios hasta líderes sindicales como Agustín Tosco, desde guerrilleros apresados en su primera acción violenta hasta Mario Roberto Santucho, jefe del ERP. Los presos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, del Ejército Revolucionario del Pueblo y de los Montoneros habían decidido ejecutar un espectacular plan de fuga. Reducirían a los guardias, tomarían el aeropuerto, secuestrarían un avión y abandonarían su condición de presos para reintegrarse a la lucha revolucionaria. El 15 de agosto, día fijado para la acción, las cosas no salieron bien. Si el plan de fuga que implicaba el escape de más de cien personas y la toma del penal fue exitosa, unos errores gravísimos de logística produjeron que sólo el primer grupo con los jefes guerrilleros pudiera llegar al aeropuerto, alcanzar la aeronave secuestrada y cruzar al Chile de Salvador Allende. Diecinueve presos llegaron tarde y se parapetaron en la torre de control del aeropuerto. El resto de los presos quedó en la cárcel, expectante ante el destino de sus diecinueve compañeros una vez que se rindieron a los militares ante abogados y periodistas. “Resultaba inverosímil la información de un nuevo intento de fuga, pero era también imposible escribir lo contrario sin pruebas en la mano. Arriesgué entonces un breve texto editorial que se tituló ‘La sangre de los argentinos’, en el que deslizaba la idea de que si el gobierno trataba de normalizar la vida política del país no podía aceptar que se derramara sangre porque eso instalaría la idea de un terrorismo de Estado. Creo que fue la primera vez que se publicó ese sintagma”, recuerda Martínez.
Había sido una masacre. Los militares habían hecho tronar el escarmiento a aquellos que se habían atrevido a desafiarlos con un plan de semejante magnitud. Trasladados a una base militar, confinados y sometidos a tormentos, los militantes iban a ser objeto de un castigo ejemplar. En medio de la noche, un grupo de oficiales y soldados ingresó a los calabozos y comenzó a disparar. Fueron cayendo uno a uno. A los que permanecían vivos desangrándose en los suelos, los remataban. Sólo tres sobrevivieron. Luego fueron desaparecidos por la siguiente dictadura militar. La investigación de Martínez se plasmó en La pasión según Trelew, que se acaba de reeditar por Alfaguara. El apresamiento, después de décadas, de los responsables de la matanza provocó que su autor actualizara el libro.

–El epílogo de la nueva edición actualiza el derrotero judicial de esos hechos. ¿Pensó que se iba a poder hacer justicia? ¿Piensa que se puede hacer justicia?

–Pensé que había pasado demasiado tiempo cuando el juez Sastre empezó a convocar a los primeros inculpados y que, por lo tanto, la justicia llegaría tarde. No fue así en la mayoría de los casos y creo que es un triunfo mayor de los tribunales de Trelew y en particular, del juez y el fiscal de la causa.


Esa lenta llegada de la justicia fue, tal vez, la culminación de los acontecimientos que Martínez relató en su crónica, sobre todo aquellos que involucran a los habitantes de esos parajes del Sur, que protagonizaron su propia rebelión. Semanas después de los fusilamientos, los militares habían instalado un régimen represivo en reprimenda por la solidaridad que los lugareños habían brindado a los presos antes de la masacre. Tanques patrullaban las calles, los comunicados oficiales celebraban su propia impunidad, cada cierto tiempo se realizaban detenciones selectivas sin razones valederas. Hasta que dijeron basta. Y tomaron la ciudad de Trelew y realizaron asambleas multitudinarias en el teatro Español y garantizaron el abastecimiento y la seguridad de sus calles, que eran sacudidas por sus aguerridas manifestaciones. Todo un pueblo había instalado una comuna en los parajes deshabitados del Sur. Porque la Historia también puede ostentar entre sus atributos a la justicia poética.

–Su investigación minuciosa cubre los fusilamientos, pero también la reacción popular, que es un tema no tan visitado por la memoria histórica. ¿Cómo recuerda a la comuna de Trelew?

–Siempre me extrañó que la rebelión popular de los ciudadanos de Trelew tuviera un eco tan reticente en la prensa. Quizá porque estallaban bombas en Córdoba, Rosario y Tucumán y la mecha encendida en Trelew era el último fuego que podía hacer volar todo por los aires. Cuando regresé, en 1997, los recuerdos todavía seguían vivos en la memoria de la gente que protagonizó esos hechos, con quienes me reuní en el Rotary Club para hacer un feliz ejercicio de la memoria. Fue un gran levantamiento popular protagonizado por todo un pueblo contra la presión militar. Seis mil personas entre una población total de veinticuatro mil implica una rebelión semejante a la que podrían realizar quinientas mil personas movilizadas en la ciudad de Buenos Aires. Fue un acto de coraje cívico notable. Quienes lo hicieron posible conservan esos recuerdos como un orgullo civil, como un acto de dignidad. Esos episodios sirvieron como una amalgama para las conciencias de la gente. Se sienten unidos por este episodio, que forma parte inseparable de su historia.

–A pesar de que el gobierno kirchnerista rescató la historia de los setenta, no se brinda aún hoy difusión a una rebelión de estas características. ¿A qué atribuye que no se recuerde tanto esa gesta?

–No lo sé. Primero, a Perón no le gustaban los ríos que se salían de cauce. Después vino el largo silencio de la dictadura militar. Y ahora, quién sabe. Trelew no aporta tantos votos como el segundo cordón y, además, el gobernador de su provincia encabeza una rebelión más contemporánea.


Tomás Eloy Martínez nombra a Juan Domingo Perón y otra porción de Historia se cuela en la entrevista. El escritor fue el hombre elegido por el General para que contara la historia de su vida. Lo había conocido en 1966, la noche del derrocamiento de Arturo Illia, cuando conversaron durante tres horas en la casa madrileña de Jorge Antonio, uno de los fieles laderos de Perón.

Después de ese encuentro, Martínez lo llamaba cada cierto tiempo para no perder de vista la actualidad del hombre que había significado el poder en cierto momento de la Argentina –y que lo volvería a significar–. Un día de 1970, decidió llamarlo y pedirle un encuentro más largo. “Quisiera verlo y conversar dos o tres horas con usted”, propuso el periodista. “Qué me va a preguntar”, indagó el General. “Me gustaría que me cuente su vida, desde el principio. Tal vez ya es hora”, dijo y esperó en silencio. Del otro lado de la línea, escuchó las palabras del General: “Tiene razón. Ya es hora”. Martínez se apersonó en Puerta de Hierro y sostuvo una serie de encuentros con Perón durante cuatro días, todos realizados con la estricta vigilancia de José López Rega, entonces el curioso y siniestro secretario del ex presidente de la Nación. Leían unas memorias que Perón mismo había redactado y la actualizaban con preguntas y aclaraciones. Muchas veces, López Rega tomaba la palabra, se apoderaba del relato y hasta hablaba en primera persona como si él mismo fuera Perón. El General lo dejaba hacer. Apañaba, incluso, que inventara haber encabezado un cortejo fúnebre junto a él mismo en 1906, diez años antes el nacimiento de López Rega. El escalofriante y preciso encuentro está narrado en Las vidas del General, las memorias que Perón hubiera querido que fueran definitivas pero a las que, incluso, la pluma de Martínez contribuyó para lograr un acercamiento razonable a la verdad. En el mismo libro cuenta su encuentro con uno de los militares que se ocuparon de enterrar el cadáver de Evita en un camposanto italiano para alejarla de las visitas proletarias y de su santificación política. Más tarde, Martínez volvió a recorrer en artículos periodísticos, investigaciones, crónicas y novelas los caminos y las adyacencias del peronismo. La novela de Perón, Santa Evita y decenas de textos son el resultado de una relación apasionada como sólo suele provocar el peronismo.

–Dedicó varias de sus mejores páginas al peronismo y sus personajes. ¿Qué relevancia tiene en su configuración actual de ideas (y en las del país) ese hecho maldito del país burgués?

–El peronismo es proteico y, como tal, asume tantas formas que ya no sé dónde ponerlo en el magma de la cultura política argentina. Usted usa la sabia definición de Cooke. No es la mía. No puede ser maldito un hecho que se ha mantenido tanto tiempo en el poder. Tomás Eloy Martínez nació en Tucumán en 1934. Desde muy joven decidió que su destino estaría ligado a la escritura e incursionó en los ámbitos de la cultura. Decidió radicarse en Buenos Aires, donde comenzó a desempeñarse como crítico de cine en el diario La Nación. Fue luego jefe de redacción de la mítica revista Primera Plana y, más tarde, director de Panorama, cargo del que fue expulsado luego de su crónica sobre los acontecimientos de Trelew en 1972. En 1975 partió al exilio hacia Venezuela donde dirigió y fundó varios medios periodísticos. De regreso en el país, inauguró el suplemento cultural del diario Página 12. En la actualidad es columnista de La Nación y sus textos se publican en más de 200 medios de todo el mundo. Desde allí interviene a través de la opinión política y no evita la polémica, como cuando definió al gobierno de Kirchner como una forma del “cesarismo democrático”.

–Atribuyó a Kirchner la categoría de “cesarismo democrático”. Los regimenes populistas abarcan a los gobiernos de Chávez, en Venezuela; Morales, en Bolivia, y Correa, en Ecuador. ¿Cómo evalúa a esos gobiernos?

–No incluí a Chávez, Morales y Correa en mi definición de cesarismo democrático. De hecho, creo que Morales, con su reivindicación del derecho de las mayorías indígenas de Bolivia, tiene una fuerza ética diferente a la de Chávez y Correa. Se propone que la cultura indígena tenga un papel relevante y permanente en el gobierno de Bolivia, pero no ha dicho que él es el único capaz de llevar adelante ese proyecto. En cambio, para Chávez, la continuidad en el poder es un fin en sí mismo.

–Hay un intento de revitalizar la teoría de los dos demonios. ¿Hasta dónde la verdad histórica y sus datos son más importantes que los símbolos políticos originados a partir de esa historia? Se discute si fueron o no 30 mil los desaparecidos. ¿Es relevante ese debate, cambia algo la precisión numérica sobre los desaparecidos?

–Una sola víctima del terrorismo de Estado equivale a un número infinito de víctimas. Los números son absurdos en este caso, donde lo que importa es la crueldad impuesta desde arriba por un poder despótico, en nombre de todo un país que no lo sabe o no quiere saberlo.


Nunca dejó de escribir ficciones: la literatura es el hecho fundamental en la vida de Tomás Eloy Martínez. Se ha señalado que, inevitablemente, una porción de la vida del escritor se inmiscuye y queda plasmada, de una manera u otra, en sus textos. El amor en El vuelo de la reina, la Argentina del 2001 en El cantor de tango, la dictadura y el exilio en Purgatorio. Una vida que no evita ni evitó la política, la tragedia (en “En memoria de Susana Rotker”, incluido en la antología La otra realidad, narra cómo presenció el accidente que finalizó con la vida de Rotker, la mujer que amaba), los exilios, los proyectos, la enfermedad (a la que venció y a la que enfrenta, que condicionó esta entrevista a intercambios telefónicos y por mail), el amor (en la actualidad comparte sus días con la periodista Gabriela Esquivada). Tomás Eloy Martínez está atravesado en esos sucesos por una constante: la pasión, esa energía humana, terrenalmente humana, sobrenaturalmente humana.

–“Ojalá vivas tiempos interesantes”, dice el refrán judío (o chino, según señalan otros). ¿Pensaba en el Tucumán de su juventud que le tocaba esa clase de tiempos? ¿Piensa hoy que vivió y vive tiempos interesantes?

–Todos los hechos de la vida, hasta los que parecen triviales, son interesantes y he tratado siempre de mantener los ojos abiertos.

–Como periodista cronicó hechos y personajes esenciales de nuestro pasado. ¿Sentía en esos momentos que caminaba tomado de la mano de la Historia?

–Nunca me sentí otra cosa que un testigo.

–En sus ficciones, tanto como en sus otros textos (incluso aquellos sobre cine), es visible un motor que impulsa al narrador, al periodista o a los personajes, y es la pasión. ¿Cómo es la pasión según Tomás Eloy Martínez?

–Alguna vez reivindiqué el derecho a narrar sin olvidar que los sentimientos son centrales en la vida de los personajes. Pero su pregunta alude a algo más personal. Es verdad. Creo que sin pasión y sin deseo no es posible que los seres humanos digan lo que necesitan decir.

–Las novelas y los textos periodísticos tienen vidas diferentes. Por ejemplo, la edición final de La pasión según Trelew es diferente a la original. ¿Le gustaría poder publicar otra versión de alguno de sus textos ficcionales?

–Las ficciones tienen una vida que se acaba con el punto final. A veces he sentido curiosidad por saber qué les habría sucedido a determinados personajes si la narración se hubiera prolongado. ¿Cuál sería, por ejemplo, el destino de Arcángelo Gobbi, de Camargo, o de la Alcira de el cantor de tango veinte o treinta páginas después? Pero prefiero dejarlos donde se quedaron.

–Y en cuanto a su vida, ¿le gustaría otra versión de ella?

–Nunca se me ha ocurrido pedir tanto. Hasta las catástrofes personales como el exilio o la enfermedad me han enriquecido a su manera y no sería el que soy sin ellas.

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