“Se agrede para combatir la agresión, se subordina para defender la
libertad, se avasalla para exigir respeto, se coarta la naturaleza para
que no se desvíe, se imponen caprichos para evitar caprichos, se
instituyen formalidades para evitar desamores, se descalifica el
verdadero sentir para conseguir buenos sentimientos”, advierte el autor
de esta nota.
por Claudio Jonas
Cuando en una comunidad se manifiesta una ola delictiva, es habitual
que se reaccione multiplicando la sanción de leyes represivas; cuando
los ciudadanos, aborígenes o campesinos reclaman por sus derechos, los
encargados de dictar leyes suelen hacer uso de sus poderes para
encuadrar sus demandas por fuera de las leyes y habilitar el castigo.
Las religiones amenazan con la ira de sus dioses y excomulgan –cuando
son benévolas– o torturan y matan cuando no lo son; la escuela sanciona o
excluye a los “malos alumnos” o a los que se portan mal. Las viejas
escuelas de psiquiatría encierran y castigan a sus “enfermos”. Cualquier
lector podría ampliar la lista, de manera tal que no queden dudas de
que existe una convicción plena y generalizada en que la coerción y el
castigo constituyen dispositivos formativos, correctivos y preventivos
de primera línea.
De este botiquín reducido y pretencioso, aplicado cotidianamente en
dosis indiscriminadas, se espera que evite o por lo menos atenúe la
aparición de fenómenos de violencia, que desaliente la ola delictiva,
que evite las adicciones y las aberraciones sexuales. Al mismo tiempo,
esta herramienta multifunción debería estimular indiscutibles valores
universales así como, en los alumnos, los escurridizos deseos de
aprender.
Sin embargo, si comparamos los enormes esfuerzos destinados a esta
labor con los magros resultados obtenidos, es notorio que las metas no
se alcanzaron y que cada vez se vislumbran más remotas.
Más aún, es posible pensar que estas acciones punitivas,
restrictivas, vindicativas, están más cerca de ser causantes que de ser
correctoras.
En lo que a la violencia y al delito se refiere, ¿acaso es cierto
que las religiones o las legislaciones seculares, con sus
correspondientes penalidades, atenuaron su virulencia?
¿Cómo es posible que, mientras asistimos al incremento de todo
aquello que es razonable considerar desencadenante de violencia y
delincuencia, sigamos dilapidando esfuerzos en hacer desaparecer la
violencia con más violencia?
Otro tanto ocurre con la sexualidad. Que la sexualidad es patrimonio
de los seres vivos ya no será negado por nadie que esté en su sano
juicio, pero la persistencia de luchas milenarias por dominarla y
encaminarla, con fines sociales, morales o económicos, ¿ha hecho algo
más que entorpecer y pervertir su naturaleza?
¿Y qué es lo que se ha impulsado para prevenir las adicciones? Casi nada que atienda a los factores causales y predisponentes.
Entonces, si no es muy aventurado afirmar que la mayor parte de lo
que se ha intentado hasta el momento promueve o exacerba lo que se
propone evitar, la alternativa que más nos acerca a las acciones
verdaderamente preventivas debería replantear la educación, y las
legislaciones que la complementan, desde una perspectiva que contemple
las particularidades específicas de los problemas que aborda y no como
un exabrupto reactivo a cada hecho indeseable.
Esta carencia no es un defecto que se pueda atribuir al desinterés y
mucho menos a la mala intención, sino que se asienta en un error
universalmente compartido: “Naturalmente” cada uno (cada familia, cada
grupo, cada país, cada momento histórico) irá encontrando la mejor forma
de atender los problemas que lo afectan. Pero como esa inspiración
natural no existe en el ser humano, su ausencia se suple con una mezcla
de sentido común, experiencias vividas, recomendaciones enfáticas pero
sin fundamentos, prejuicios que se esgrimen como verdades absolutas,
convenciones microculturales y mandatos tradicionales o reciclados: se
agrede para combatir la agresión, se subordina para defender la
libertad, se avasalla para exigir respeto, se coarta la naturaleza para
que no se desvíe, se imponen caprichos para evitar caprichos, se
instituyen formalidades para evitar desamores, se descalifica el
verdadero sentir para conseguir buenos sentimientos.
Si prestamos atención reconoceremos que la violencia, en sus
diferentes formas, está institucionalizada como método pedagógico,
preventivo, curativo y disuasorio. La injusticia estructural de la
economía globalizada no suele ser percibida como violenta por quienes no
la padecen, por lo que suelen sorprenderse genuinamente cuando los que
la sufren se violentan. Y convivimos con fundamentalismos religiosos,
xenofobias, racismos, discriminaciones políticas, fanatismos deportivos,
que son caldos de cultivo violentos. Estimulamos y toleramos el
“machismo” como meta de identidad masculina. Fácilmente les atribuimos a
los medios de comunicación la capacidad de generar las condiciones que
incentivan la violencia delictiva juvenil tanto como la violencia
reactiva contra ella. Si esto fuera cierto, ¿no sería más coherente
pensar en las condiciones que predisponen a las personas a ser presas de
la sugestión?
¿Qué otro saldo nos podría dejar el balance de esta administración
de caducos, contradictorios y arbitrarios remedios caseros, que una
enorme cosecha de amargos fracasos?
Frente a este panorama es lógico preguntarse, ¿es utópica la expectativa de políticas realmente preventivas?
No se trata de dejar todo a su libre curso, como se aduce para
seguir haciendo más de lo mismo, sino de apuntar a lo que verdaderamente
necesita un individuo para crecer con autonomía, con claro y efectivo
respeto por sus derechos, con plena capacidad de goce y de defensa y por
lo tanto sin verse compelido al desprecio por su propia vida o la de
los demás.
¿Desde dónde impulsar un cambio de esta índole
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