Chaplin, el antihéroe que nunca falla
Los cortos Una noche sin dormir, La cura milagrosa, Carlitos inmigrante y Carlitos aventurero permiten asomarse a la epopeya personal de uno de los genios que dio la cinematografía mundial.
En Chaplin, el humor cobra dimensión política y social.
Por Facundo García
Cuando se olvide el nombre de Charles Chaplin, sobrevivirá su personaje. Esa figura de alfeñique que va siempre hacia delante –porque el celuloide no para, como tampoco se detiene la vida– se graba en la memoria de cualquiera que alguna vez haya sido capaz de reír a pesar de sentirse perseguido o catastróficamente enamorado. Lo curioso es que la potencia del hombrecito de bombín, bastón y ropa de talle errado fue fruto de un proceso complejo y fascinante. De una inteligencia. Por eso vale la pena explorar el cuarto DVD de la colección El Gran Cómico, que Página/12 llevará mañana a sus lectores. Entre cachetazos y romances, los cortos Una noche sin dormir, La cura milagrosa, Carlitos inmigrante y Carlitos aventurero permiten asomarse a la epopeya personal de un hombre en busca del molde artístico que lo convirtió en fenómeno.
La mejor manera de empezar a recorrer las cuatro películas remasterizadas es remontarse a 1915, momento en que las primeras obras del genio causaban furor. La “chaplinitis” no llegaba a provocar la locura internacional que vendría después, pero ya había más de treinta teatros en Nueva York donde se organizaban “noches amateurs” para que todos pudieran subir al escenario a probar qué se sentía ser por un rato el tipejo que allá llamaron The Little Tramp, en otros lugares Charcot y en los países hispanos simplemente Carlitos (sin patilla, por favor). Es la época en la que Chaplin, de veintiséis años, deja la Keystone para ganar más dinero en los estudios Essanay, y revistas como la Motion Picture Association Magazine empiezan a reconocer que “ese bigote se está agrandando. No en tamaño, sino en popularidad”. Con la misma intensidad le salen al cruce voces en contra, que se incomodaban ante la “vulgaridad” de esos enredos en los que por cada pobre se tropezaban cuatro o cinco copetudos.
Las acusaciones venían a propósito de films como Una noche sin dormir (A Night Out). La sucesión de desbarajustes que ahí provocan un par de borrachos –en la oportunidad Carlitos aparece acompañado por otro adepto al chupi, interpretado por Ben Turpin– escandalizaba a los administradores de la “buena cultura”, que creían que la historia era demasiado complaciente con el problema del alcoholismo. No entendían nada: el propio Chaplin era hijo de un alcohólico.
Hacia 1917 los detractores de Chaplin tuvieron que hacerse a la idea de que no iban a poder quitarle la fama ni el dinero. Luego de años de miseria en su Londres natal y de pasar por orfanatos –su madre sufría esquizofrenia y no pudo hacerse cargo de los niños–, la estrella sabía cuál era el valor de cada moneda que llegaba a sus bolsillos. Afirmado tras su paso por Essanay y ya trabajando para la Mutual Studios, empezó a afinar sus cuerdas afectivas y políticas. Por eso es que Charly decidió alterar levemente sus mohínes y usar traje claro en el rodaje de La cura milagrosa (The Cure). Es otra historia de borrachos, con la diferencia de que el centro ya no está en los ebrios de la clase obrera, sino en el caretaje que, encerrado en su propia burbuja, busca “combustible espiritual” en cualquier cosa que huela a solución mágica. En La cura..., un protagonista más cercano al estereotipo burgués asiste a un spa para tomar “aguas terapéuticas”. Lo verdaderamente terapéutico del film es ver cómo el hombre de bigote mosca se las arregla para que su arsenal de bebidas termine cayendo en el manantial, emborrachando a todos los presentes y dando pie a una fiesta descontrolada que echa por tierra con toda la hipocresía.
Todos estos hallazgos formales e ideológicos no eran fruto de la casualidad. Armado de una fe absoluta en las posibilidades del cine, hacía tiempo que Chaplin ejercía un control minucioso sobre cada aspecto de sus producciones. Guionaba, producía, dirigía e incluso se aprendía los demás papeles para mostrar a sus compañeros cómo quería que los interpretaran. Para Carlitos inmigrante (The Immigrant, 1917) no sólo decidió abordar un tema que despertaba recelos entre las elites de la época, sino que grabó doce mil metros de cinta para terminar utilizando sólo quinientos. Tras una seguidilla de cuatro días y cuatro noches editando, emergió con un clásico donde cada elemento tiene un sentido y la discusión sobre la pobreza cobra vuelo político y social. Entre otros tramos inmortales, hay uno en el que los inmigrantes son tratados como animales, en la espera por desembarcar. Entonces Carlitos se harta y le patea el culo a un policía. Inevitablemente, desplazados de todo el mundo festejaron la revancha, mientras –tal como denunció la revista Variety– los servicios secretos fruncían el ceño y los sectores conservadores se convencían de que ahí había pruebas de un escandaloso “antinorteamericanismo”.
Las estocadas siguieron en Carlitos aventurero (The adventurer, 1917). En esa ocasión el protagonista escapa de la policía y en su camino encuentra tiempo para rescatar del mar a una muchacha junto a su madre. Agradecidas, las mujeres lo invitan a casa, y el reo intenta disimular su estado. Descubrirá que la cárcel no termina en los barrotes. Se ve obligado a usar ropa prestada para estar a tono con una clase social a la que no pertenece, y hasta intenta evitar que la chica que le gusta vea cómo los periódicos lo estigmatizan en las noticias policiales. En el medio, recursos tan sencillos como quedarse parado con un pedazo de lámpara en la cabeza le sirven al fugitivo de la ficción para pasar inadvertido ante sus enemigos, y al cineasta de la realidad para lograr maravillas que hoy no consiguen efectos especiales de millones de dólares.
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