A PROPOSITO DE “GRAN CUÑADO”
La campaña de la tele
Tres especialistas en medios de comunicación analizan el fenómeno de la parodia política en el programa de Marcelo Tinelli, los efectos en la disputa electoral y las reacciones de los imitados.
Por Horacio González *
Pantalla testimonial
¿Acaso no tenemos humor? ¿No poseemos –individualmente y también como pueblo– un sentido admirable de la ironía? ¿No hay ternura en el fondo de tantas cachadas bastante crueles? ¿No integra la cargada una parte esencial del carácter nacional? ¿No aprendimos con indulgencia a llamarlas “sobrada”, “gastada” o “meter presión”? ¿Y a decir “lo embocó” cuando da en el blanco alguna broma subida de tono? ¿No nos gusta de tanto en tanto “embocarlo” amistosamente a alguien, un compañero, un vecino, al infatuado superior jerárquico? Abandonémonos entonces al buen entretenimiento que nos propone “Gran Cuñado”. Es un momento de jovialidad; nadie puede ser tan amargo. Reírse de los políticos es el gesto masivo que permite tolerarlos. Si hasta ellos, los propios candidatos satirizados, dicen que les conviene. ¿No piden ser muchos de ellos aspirantes a que Tinelli les ponga un imitador, no importa si malo, si precario, si de torpe comicidad? El humor filosófico es tan viejo como las comedias de Aristófanes. La risa es quizá la viga secreta de la estructura del mundo. La representación teatral es la gran heredera del acto cómico espontáneo, del desdoblamiento de la realidad entre la fantasía y la gravedad. El humor político mantiene en su cuerda interna todo el ardor utópico que la política real demasiadas veces pareciera haber perdido. La historia moderna es de alguna manera la historia del humor político, rasgo libertario que los monarcas desearon expropiar con sus bufones y los artistas plebeyos retomaron para marcar los rumbos de la revuelta. Muchas transformaciones sociales fueron precedidas por humoristas, por el teatro satírico o el periodismo sarcástico. La ironía, instrumento romántico, era odiada por Hegel por su contenido revulsivo, capaz de quitarle fuerza al momento afirmativo de las sociedades. Pero los grandes ironistas, Jonathan Swift, lectura para adultos luego asumida por el lector infantil, y Daniel Defoe, lectura infantil luego asumida por adultos, supieron retratar el ridículo de las sociedades entumecidas.
Pero Tinelli, estación final del humor tomado como mascarón de proa de la televisión de masas, quizá sea el momento más degradado de una larga tradición picaresca, el acabóse de su largo pacto de las poblaciones con el teatro burlesco popular. ¿Cómo llegamos hasta aquí? Momentos de preparación, que tuvieron la temerosa complicidad de la clase política, lo proporcionaron los programas “juveniles” que tomaban exámenes devastadores a funcionarios y aspirantes a serlo. Ingeniosos reporteros entrenados en festejables prácticas de desenfado y simpáticas insolencias, sin embargo desmontaron a diario el lenguaje político articulado. Obligaron a que cada interrogado mostrara que sabía devolver las estocadas de igual a igual, que tenía el chascarrillo en la punta de la lengua y sabía estar atento a los retruécanos. Así, la política se convirtió en un duelo en que el político fiscalizado podía salir malherido o venturoso de la requisa. La televisión humorística condujo el laboratorio en el que se aprobaba a los políticos adiestrados en la réplica feliz y se repartían bochazos a los incompetentes. Aunque a los primeros los inmovilizará como “dobles” televisivos de sí mismos y a los segundos los enviará al suplicio que se les destina a los ridículos. A “los que no saben comprender una diversión” aunque sean hombres de ideas y pasiones complejas.
El “Gran Cuñado” es el remate de todas las tendencias hacia el control biopolítico de las poblaciones, el freno burdo a la expansión libre de la sentimentalidad colectiva. Que consigue hacernos reír, lo sé. Tal o cual caracterización puede ser obra de una reflexión aguda, aunque lo habitual en ese programa es la grosería que busca complicidad humillante y no humor verdadero. Un falso aire de fiesta escolar, en el patio de recreos donde gobierna una traviesa estudiantina, recorre el programa, que es la parodia de lo que de por sí ya es una parodia de los programas de vigilancia que asumen la vigilancia misma como alegoría. Ahora, la vigilante parodia de la vigilancia parece un retorno a la realidad. A la idea real de la política que tiene la televisión, o este tipo de televisión. Se trata de la esencia misma de un estilo televisivo que organiza a diario elecciones testimoniales (todos somos “dobles” de algo) en las que pone en juego a millones de personas para educarnos sobre cuáles son los beneficios de permanecer en comunidades ficticias o ser “nominados” de ellas, concepto con el cual se confunde definitivamente una liberación con un escarnio. ¿Es bueno irse, es bueno quedarse? Nosotros, públicos televisivos, ya no lo sabemos.
De la Rúa tuvo, si se quiere, un único mérito. Fue la primera víctima de un sistema vejatorio, al que quiso encarar con astucias que no tenía y una torpeza que se revelaba en el resto de su actuación pública. Fue derrotado por los Grandes Examinadores, a los que no conseguiría engañar tratando de aprender rápido y de memoria un oficio para el que no estaba dotado. Pero así la “Televisión” –en la era de la emisión testimonial, porque ya tenían todo y lo ponen de nuevo en juego en su repetitivo plebiscito diario– mostraba que hacía tropezar a un hombre torpe que después decía una verdad inútil, increíble y jocosa. ¿Cómo no reírse de alguien que afirmaba que fue volteado por la televisión, tal como en 1890, en la Revolución del Parque, se dijo que la revolución necesitó algunos fusiles y de todas las caricaturas de Don Quijote, una de las grandes revistas satíricas de la época?
Tal vez podemos solazarnos con que “Gran Cuñado” carga las tintas con unos políticos más que con otros, que hay un mordaz salvajismo en la representación de “la Presidenta”, que “Cobos” está captado en la épica del pusilánime, que “Reutemann” exhibe una impavidez bien lograda, que tales o cuales aparecen con cancherismos que no los desfavorecen, que el guión tiene algunas ironías que ocasionalmente van más allá de la mera chabacanería, que uno u otro actor se desempeña adecuadamente, a pesar de que el conductor del programa ejerce una pesada socarronería al servicio de la cual está el programa, llegando al extremo de humillar a los propios profesionales de la actuación. Puede ser. Pero no hace falta extrañar demasiado a Tato Bores –que cultivaba un delicado hilo de dolor colectivo bajo su destreza de comediante bufo– para saber que estamos no sólo ante una grosería artística, un mal teatro de marionetas, sino ante un desfondamiento de las raíces comunitarias de la política.
Nadie tiene por qué reprimir la risa, pero en su modo más genuino, ella nos lleva a la comprensión profunda de las cosas. Tinelli hace reír a millones para obturar esa comprensión. Incauto aquel que se sienta favorecido por esas escenas o que –candidato bon vivant– crea que debe defenderse de ellas diciendo que las ve en familia comiendo pochoclo, como un acto mundano más. Cuando la televisión en su extremo funambulesco muestra todos sus recursos e incluso festeja sus propias ficciones con pobres polichinelas vacíos que abaten los cimientos cívicos de sociabilidad reflexiva, no sólo peligra la política como acontecimiento creador. No sólo se percibe que puede quedar incapacitada para reaccionar políticamente frente a lo que la desmantela –pues ella es también culpable de haber aceptado una lengua que no era la suya, poniendo en peligro las transformaciones y la justicia que de ella misma deben emanar–, sino que el propio humor que revisa los atontamientos colectivos está en riesgo, pues está a punto él mismo de convertirse en el pilar mismo de esa necedad, perdiendo la aptitud que tuvieron los grandes humoristas para denunciarla.
Vamos a votar de aquí a poco. Las escenas políticas más vistas serán sin duda las que representan esta vida de fantoches desdichados, que en “Gran Cuñado” también usurpan la idea del “doble” que dio tantas maravillas teatrales o novelísticas y llevó a tantas generaciones a reflexionar sobre la sobria precariedad de la vida. No sería digno votar dentro de ellas. Si cabe, ríase. Puede haber allí momentos interesantes, que pertenecen a todo lo que en el teatro televisivo hay de involuntario y de instintivamente desgarrador. Pero en el fondo, votar hoy en la Argentina es votar contra esta manera de la televisión testimonial, ensimismada. Que parodia la política y parodia a su vez a la televisión. Pero de la manera en que todo eso está hecho, lo primero es grave, aunque los políticos que crean beneficiarse con sus dobles –ambos vacíos de espíritu– se conformen con la “instalación”. Mientras que lo segundo es la forma habitual de la televisión que despacha ultrajes y desestimación, esos moldes pseudotestimoniales con que nos abastece a diario.
* Sociólogo, profesor de la UBA, director de la Biblioteca Nacional.
Por Roberto Marafioti *
Nadie es mejor que su tiempo
Un poco más que cuarenta y cinco días antes de las elecciones, Tinelli reestrenó “Gran Cuñado”. La semana política se vio sacudida no sólo por el cierre de listas y los actos de presentación de candidatos, sino también por el rating de Showmatch. El desafío suponía mezclarse en el juego político y vislumbrar una actitud frente al oficialismo. Sabido es que en otras épocas la Casa Rosada fue frecuentada por Tinelli e incluso éste no dudaba en mostrarse bromeando con el ex presidente. Los tiempos cambian y la lógica mediática es implacable y sólo reconoce la racionalidad instrumental.
La escenografía del programa es circense y carnavalesca. Fiel a su época: el espectador puede devenir actor. Las cámaras son exhibidas en su función de capturar imágenes. El público asistente eleva pancartas apoyando a su favorito. Todo allí puede parecer que es desorden. Nada es estable y lo que está en un sitio puede aparecer más tarde en otro; sin embargo, siempre subyace un orden estricto. La función estética, como en el circo o el carnaval, puede ser altamente preciosista, y de hecho aquí también lo es. Las chicas de Tinelli no sólo son pulposas y sugestivas, también son buenas bailarinas. Los libretistas no son humoristas advenedizos. La producción no es improvisada, existe una sofisticación definida al servicio de un producto que puede ser compartido o no pero que no es ni inocente ni improvisado. A veces se ha denominado a esta explosión incontenible de imágenes irradiadas por los medios masivos como fenómenos de “estetización de la vida cotidiana”. Puede que así sea.
La risa, el condimento sustancial del programa, es un fenómeno serio. Llamó la atención no sólo de aquellos que trabajan en el espectáculo sino también de quienes estudian la conducta humana. Desde siempre, permitió la elaboración de diferentes teorías acerca de su funcionamiento. La cuestión central de la risa es delimitar de qué nos reímos, cómo se incluye al otro y cómo se participa de eso de lo cual nos reímos. La risa siempre es una relación con el mundo. Habla de él pero de modo diferente. Ya sea la parodia, la ironía o la sátira, allí hay un juego con el otro que es más o menos incluido. En algunos casos, se convoca a ser parte del espectáculo; en otros, la crítica es velada y denuncia un orden. El horizonte de veracidad está en esta ambivalencia.
La fórmula de “Gran Cuñado” sirve ahora para dialogar con el universo de la política en situación de paridad. Los 36 puntos de rating valen una cantidad enorme de eventuales votos y ninguno quiere quedar fuera de la partida. Incluso si no se sale bien parado. Esos puntos son tan importantes que hasta los mismos políticos se sacrifican a ser exonerados en el patíbulo mediático. La parodia de los políticos intenta hurgar en los errores, los gestos, las obstinaciones y los desaciertos de personajes que son puestos afuera pero dentro de una ficción construida según la voluntad del medio. El objetivo es la complicidad de un público descreído y dispuesto a entregarse a los brazos de la banalidad más profunda y vacua. Puede haber alguna diferencia en las caracterizaciones de De Narváez, D’Elía, Nacha Guevara o Kirchner, pero la unidad es la impugnación a una práctica degradada.
Valdría la pena poner en relación a otros programas que emplean el humor para hablar de los políticos en un tiempo en donde la política fue barrida de la televisión abierta. Caiga quien caiga y Un mundo perfecto incursionan en la política pero en una versión no tan canallesca, aun cuando en algunos momentos puedan ser más ácidos que Tinelli.
El ganador de “Gran Cuñado” es quien lo promueve, no habrá una victoria definitiva, el único que gana es el género. Llámese vodevil, circo o show político. Lo que en verdad se transmite es la anomia en que han sucumbido importantes sectores de la sociedad. Y eso marca un decaimiento generalizado. Nadie puede tirar la primera piedra ni impugnar definitivamente una realidad. Mucho menos los presentadores mediáticos, porque nadie es mejor que su tiempo.
* Semiólogo, profesor de la UBA y la UNLZ.
Por Raúl Barreiros *
Mímesis, caricatura y parodia
Toda comprensión de un texto se debe a que remite a otros textos. Todo lo que dicen “los cuñados” cruza al discurso político argentino. Los libretistas de Tinelli transforman esas máscaras metonímicas de sus personajes en repetidores de textos desviados de sus objetivos, aquellos que tenían cuando fueron dichos por sus verdaderos creadores. Las parodias son textos que se ríen de otros textos con efectos cómicos. Este desvío es posible por un dispositivo formador de sentido que es la puesta en escena. El conocimiento de esa escenificación incluye a Tinelli, Canal 13 y Grupo Clarín. Es la construcción de esa escena lo que hace que cuando un “Néstor” exclama “¡¿De qué tenés miedo, Clarín?!” se produzca un cambio que se resignifica en un “¡No te tenemos miedo, Néstor!”.
Nadie debe ni siquiera parpadear ante una lectura en clave política de este show más allá de lo obvio, pues hay una pelea política y estas luchas se dan también en los medios y en cualquier género (noticieros, debates, programas cómicos, etc.). Los personajes son políticos, sus textos también lo son. Y el enunciador, el que da sentido, es la Institución Televisión que ya tomó partido. Las marionetas no representan una pelea política, sino un “Gran Cuñado”. Toda esa puesta en escena de los personajes es una apuesta y una única posición política de cara a los espectadores: la candidatura de Mauricio Macri. Algún diario señala que “el martes las sonrisas abundaron en el Gobierno de la Ciudad (...)”. Ya Macri había dicho que “hay que tener sentido del humor” [¡Y cómo no!] (...) En el PRO consideran a ShowMatch como una fuerte herramienta de campaña electoral. Tinelli contó que le había sumado al ex presidente de Boca “‘4 o 5 puntos’ en una elección anterior”. Extendiendo esto, diría ¡minga de humor sano! El humor es uno solo, lleno de recovecos, fisuras, estallidos, y no puede sino ser así: nos reímos de éste o de aquél de diferente manera según los intertextos interpretantes que circulan entre nosotros y la propuesta escénica. Las reglas del juego son así, y está bien.
No está en nuestro imaginario la flema inglesa que, además, no existe en Inglaterra, es sólo un producto for export. Los personajes son caricaturas de existentes reales, trazos gruesos que permiten identificarlos rápidamente: a “Lilita” con Nostradamus y a “Francisco” (Narváez) con el hombre simple, pero rico, que realmente es, que pretende y simula que ayudarlo a él es ayudarse uno a sí mismo, repicando su cantinela: “quereme, querete; ayudame, ayudate; alica, alicate”, tal vez el mejor chiste nonsense de la noche.
El discurso paródico trae a escena, repetitivamente, el discurso objeto de la parodia, su texto fuente, el discurso político, ya que de no hacerlo perdería su poder crítico. Nik, el de los chistes político-morales de La Nación, es libretista de “Gran Cuñado” y dice –quiero creer que ingenuamente– que tratan a todos por igual; no sabe, ignora o se hace el que. Puede que no sepa (las estrategias enunciativas son del manejo mediático) pero su sesgo político en La Nación, la escena y su trastienda transmiten otra cosa.
¿Cómo digitará no sólo Tinelli sino ShowMatch, esta parte que nunca puede sino favorecer a Mauricio y a Francisco? En este programa las estrellas son los títeres que encarnan “Cristina” y “Néstor”, el resto es la corte. Si ellos se van rápido el programa quiebra su rating. Sin embargo, el éxito del programa depende, contradictoriamente, de su permanencia y de su nominación, sentencia y expulsión. De los laberintos se sale por arriba debe haber escrito Borges alguna vez.
* Semiólogo, investigador en Medios masivos en UNLP, UNLZ, IUNA.
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