lunes, 17 de enero de 2011

A 22 años de su fallecimiento

El maestro Zitarrosa fue cantor, compositor y de yapa, periodista


Poeta y narrador, el autor de “Doña Soledad”, “El violín de Becho” y “Zamba por vos” se desempeñó como cronista en el semanario uruguayo Marcha, entre mayo de 1965 y junio de 1966, donde publicó una treintena de reportajes.
  Los años 1965 y 1966 habían sido catastróficos para el Uruguay. Por ese entonces, una intensa sequía había devastado los cultivos, el sistema bancario había entrado en crisis, las exportaciones habían mermado por culpa de la Unión Europea. Para fines de ese bienio, la inflación había trepado hasta alcanzar un 88%.
En ese momento, en que el Partido Blanco llevaba adelante su segundo gobierno, un locutor radial, que despuntaba el oficio de cantor de a ratos, fue convocado por el semanario Marcha de Montevideo. Antes, ya había hecho algunas colaboraciones en Perú. Pero su paso por esta revista convertiría definitivamente a Alfredo Zitarrosa en un cronista.
El joven Alfredo había incursionado en la locución a los 19 años, período en que supo combinar su voz de barítono con sus “caprichos de libre pensador congénito”, como a él le gustaba justificar su destino y sus dificultades. Es que en Zitarrosa, además del cantor y el militante, están el locutor y el cronista de Marcha, y de otros medios que le dieron cobijo en su exilio emprendido en 1973, una vez confirmada la prohibición de su canto. Porque Zitarrosa, claro, era el cantor del pueblo. Sus profundas letras, empapadas de un crudo realismo, como “Stefanie”, “Guitarra Negra”, “Adagio de mi país”, “Doña Soledad” y “El violín de Becho”, entre muchísimas más, tienen su antecedente: en 1958 había sido galardonado con el Premio Municipal de Poesía. El jurado estuvo integrado, entre otros, por Juan Carlos Onetti  y el poeta anarquista Vicente Basso Maglio, con quien trabajaría luego en Radio El Espectador.
Entre este joven premiado de 22 años y el cronista de 29 existió una carta. En 1961, Zitarrosa, indignado tras la iniquidad e indiferencia por la muerte de su amigo y compañero Basso Maglio, escribió al semanario montevideano denunciando el clima hostil de la radioemisora con el fallecido. Enseguida, desde la redacción, el periodista Hugo Alfaro reparó en esa misiva.
Más tarde, despedido de la emisora, Zitarrosa –quien siempre supo que su arte era un trabajo– decidió emprender un viaje a la Cuba posterior a Batista, sin más recursos que la magra indemnización, y sin otro móvil que su propia voluntad. Ante la imposibilidad económica de seguir viaje, en 1963, su amigo César Durán logra que debute profesionalmente en Perú. 50 dólares le permitieron llegar a México, país que, junto con la Argentina, lo cobijaría, una vez más, triste y solitario, tras el golpe del 27 de junio de 1973.

“NAVEGAR ES NECESARIO”. Lo cierto es que, apenas regresado de ese viaje iniciático en la década de 1960, y con algunos registros musicales ya grabados, Zitarrosa comenzó a tallar la palabra en canción. Y para ese entonces apareció el ofrecimiento de Marcha. El semanario había surgido con el intempestivo clima de la Segunda Guerra Mundial y fue tan longevo como la argentina Sur, de Victoria Ocampo, que había sido fundada ocho años antes. Sin embargo, las diferencias entre una y otra publicación son abismales; y por cierto, Marcha sale favorecida en la comparación. Con una mirada proyectiva hacia la “Patria Grande de Artigas” y bajo el lema “vivir no es necesario, navegar es necesario”, la revista, dirigida por Carlos Quijano, contribuyó a la formación de lo que por ese entonces se entendía como la “conciencia latinoamericana”, llevada adelante por intelectuales y periodistas que pensaban el Uruguay como parte de una Latinoamérica unificada, lejana e independiente del imperialismo yanqui.
Durante ese año, entre mayo de 1965 y junio de 1966, Zitarrosa comprendió una vez más que la observación del mundo se ceñía a la mirada sobre lo cotidiano. Si en sus canciones las pequeñas historias se tejen con los hilos de las sombras y tristezas sobre el pueblo –esas milongas con olor a ciudad y a campo, ese que había sabido transitar desde su infancia–, en sus crónicas para Marcha descubre la responsabilidad de su labor creativa. Según él, esa treintena de textos debía servir “para demostrar que hay verdaderos hombres entre nosotros. Hombres capaces de convertir por su sola fe, a otro hombre sin oficio ni confianza, en alguien útil a sí mismo y a los demás”. Ese hombre sin oficio ni confianza era, según sus palabras, el propio cantor.
Nadie que haya leído estas crónicas puede pensar de ese modo, aunque sí comprender a Zitarrosa en su ética de trabajo, siempre teñida con un humor algo melancólico y taciturno. Podía entrevistar a los personajes más frívolos de la cultura americana y europea, como Frank Sinatra Jr. o Sylvie Vartan, con una pátina de ironía que siempre sabía entrelazar con alguna incómoda consulta política. Así se lee en la crónica del actor estadounidense George Maharis: “Le pregunté entonces si pensaba salir a conocer Montevideo y cuando la señorita me tradujo la respuesta, al principio me quedé en la luna: ‘Para eso me gustaría tener su cara’. Anoté la frase completa mientras trataba de pensar con rapidez, pero como conozco bien mi cara no tardé en comprender y contraataqué rápidamente: ‘¿Ah, sí? ¿Y qué le parece lo de República Dominicana?’ Ahí empezó una gran confusión. Mientras Maharis me aclaraba que querría poder divertirse sin la cómoda compañía de la fama, el señor pelado –una suerte de representante– levantó los brazos y se puso a gritar que no quería saber nada de política.”
Pero a la par, Zitarrosa pudo plasmar en sus crónicas a esos hombres que, curtidos, lograron convertirse en personas al estilo de su tío Pepe Carbajal. Ese tipo de sujetos que “cuando entraba se convertía en un paisaje”. Allí están Juan Carlos Onetti con sus pequeñas trampas; y Atahualpa Yupanqui, que como él, en ese entonces también era colaborador de periódicos. Allí, un formidable texto sobre el triste misticismo por la figura de San Jorge en un pueblo en que los niños morían a causa de tomar leche contaminada, la única disponible. Allí está Gabito, un lustrabotas que aun con un brazo inmóvil no podía dejar de ejercer su oficio sobre el zapato del entrevistador. Allí el arpista Aníbal Sampayo, que nómade y sin recursos, había conseguido trabajo en un circo, haciendo bailar con su música a un gallo que en realidad saltaba enloquecido sobre una chapa de cinc caliente. Hasta que un día, el gitano encargado de preparar el piso, lo calentó de más. Achicharradas las patas, no hubo más solución que el sacrificio. Zitarrosa se detuvo en el detalle y transcribió las palabras del hombre: “… lo que significa para un artista tener que comerse al compañero saltado con arroz”.
Allí estaba Zitarrosa, quien solía decir “el pueblo es luz”. Humanista y bolivariano, hasta sus entrevistados le dedicaron palabras en ocasión de su muerte, el 17 de enero de 1989, apenas cinco años después de ese retorno que tanto le dolió esperar en el exilio. El mismo día de su muerte, hoy hace 22 años, apareció en Montevideo un graffiti. Una imagen de Gardel y una frase junto a él: “Cantate una, Zitarrosa.” Su amigo, el músico Washington Benavides así lo sintió ese día: “La gente muere para probar que vivió.” <

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