domingo, 27 de abril de 2008

ADELANTO EXCLUSIVO DEL LIBRO "QUERÍA ESCRIBIR PARAEL PUEBLO"

ADELANTO EXCLUSIVO DEL LIBRO "QUERÍA ESCRIBIR PARAEL PUEBLO"

Osvaldo Bayer cuenta su vida

En una nueva colección de la editorial Capital Intelectual dedicada a los grandes personajes de la cultura, el periodista y escritor Osvaldo Bayer relata su vida en una serie de largas entrevistas. Aquí narra la “contraofensiva intelectual” contra la dictadura de Videla, frustrada por el enamoramiento de Julio Cortázar, y su áspera relación con el matrimonio Kirchner. El autor de La Patagonia rebelde denuncia: “El abuelo de Néstor nunca le pagó una deuda a mi padre”.






Nicolás Wiñazki27.04.2008
- ¿Durante su exilio tenía contacto con los intelectuales argentinos que se habían quedado en el país?

- Algunos nos reprochaban que nos hubiéramos ido. Nos atacaban. El diario Clarín nos apostrofaba, con nombre y todo: “Juan Gelman y los dos Osvaldos, Soriano y Bayer, quieren convertir a la Argentina en una inmensa cárcel”. Y nosotros, en realidad, lo que queríamos hacer era totalmente lo contrario: queríamos terminar con la cárcel en la que se había transformado el país. En mi ensayo Pequeño recordatorio para un país sin memoria, recuerdo todos los ataques que sufrimos.

(Ernesto) Sábato nos llamaba “los que se escaparon”. Claro, él había saludado a Videla y entonces no se tenía que escapar. Lo que muchos no saben es que los intelectuales que estábamos en el exterior estuvimos a punto de volver al país. Yo había ideado un plan para que los hombres de la cultura que estábamos en exilio le asestáramos un golpe al Proceso.

–¿Cómo era ese plan?

–Cuando se supo que Videla iba a pasarle el poder a Viola, el gobierno militar anunció que se recibiría a delegaciones extranjeras. A mí se me ocurrió que ése era el momento para que los intelectuales exiliados volviésemos al país de manera sorpresiva. Estaba todo calculado. Íbamos a alquilar un avión y la Iglesia Evangélica Alemana nos iba a ayudar con el financiamiento. Lo único que nos había pedido era que en ese retorno nos acompañaran otros intelectuales reconocidos. Nuestra idea era que fueran Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Günter Grass y varios otros. También nos iba a acompañar Felipe González, que en aquel tiempo era diputado, y alguna gente de la socialdemocracia alemana. La única condición que pusieron García Márquez y Grass fue que debía viajar también Cortázar.

Entonces Soriano preparó una reunión especial con él en París. Se hizo en la casa de Soriano. Estaban Cortázar, su mujer, Carol Dunlop, Carlos Gabetta y yo. Les conté mi idea del viaje, organizado para marzo del ’81. Les dije todo lo que podía ocurrirnos. No había muchas variantes: o no nos dejaban bajar y nos mandaban con el mismo vuelo a Montevideo, lo que iba a significar un escándalo internacional, o bajábamos y poníamos en marcha nuestro plan. Éste era trasladarnos directamente desde el aeropuerto hasta la sede de la Iglesia Evangélica Alemana en la calle Esmeralda y anunciar de manera inmediata la creación de una Universidad Abierta. Grass, Cortázar y Rulfo empezarían a dar sus discursos, y todos íbamos a estar acompañados por periodistas extranjeros. Si las autoridades argentinas decidían encerrarnos en la iglesia, la situación tendría un enorme eco en Europa. Había una tercera posibilidad: que una vez en tierra o nos metieran a todos presos o nos detuvieran a los argentinos y a los extranjeros los expulsaran. En un sentido también podía ser positivo por la repercusión mundial. Expuse esto y todos esperamos la respuesta de Cortázar: lamentablemente se negó a ser parte de este operativo. En su tono francés, y patinando la erre, dijo: “Yo no quiero ir para que me peguen un tiro en la cabeza”. Se hizo un gran silencio. Si no venía Cortázar, no iban a aceptar viajar los escritores extranjeros.

–¿Cuál fue su reacción ante la negativa?

–Me sentí apenado. Soriano se quedó callado y después me dijo que Cortázar se había negado a viajar porque estaba totalmente enamorado. “Siente que está viviendo el gran amor de su vida y no quiere arriesgarse a morir en la Argentina”. Yo le contesté: “Está bien, pero que diga si está enamorado”. Aprecié siempre mucho a Cortázar, fue una gran persona. Pero evidentemente prefirió el amor al riesgo. O tal vez haya pensado que si lo metían preso no iba a poder seguir viendo a su mujer. Y yo me decía:“Si le pegan un tiro en la Argentina, Cortázar pasaría a la historia como un intelectual luchador, un héroe”. Le hubiesen hecho un monumento...

–Y mientras ustedes imaginaban planes de regreso, en la Argentina se preparaba la guerra de Malvinas. ¿Cómo se la vivió desde el exilio?

–Yo nunca me confundí con esa guerra. Las Naciones Unidas señalan que ante un conflicto de soberanía como ése se debe respetar siempre la decisión de los ciudadanos que viven en el territorio en conflicto. Los habitantes de Malvinas, ¿a quiénes se creían que iban a respaldar? ¿Y si tuvieran que elegir entre la nacionalidad argentina o británica? Obviamente, descartarían la argentina. De modo que a las islas hay que ganarlas por otros medios. Siempre pensé lo mismo, y fue lo que intentaron hacer Illia y Perón. Illia organizó un servicio semanal de aviones para traer gratis a los malvinenses a la Argentina. Otra cosa que hizo fue facilitarles la obtención de la doble nacionalidad. También ofrecía una visa gratis y becas a los jóvenes que quisieran estudiar en las universidades argentinas. Eran medidas pensadas para neutralizar a los malvinenses. Además de ser más democráticas, me parece que eran más efectivas que declararles la guerra. Cuando el gobierno militar hizo esa estupidez de invadirlos, los exiliados anticipamos el enorme costo que significaría para el país. En Europa, ni bien Galtieri mandó las tropas, todos se alinearon junto a Gran Bretaña. La Thatcher reaccionó de inmediato: contó con el apoyo de la OTAN. En Alemania, el primer ministro habló por televisión expresando su solidaridad con Gran Bretaña. Inmediatamente pensé: “Si Alemania apoya a Inglaterra, se acabó”. Los soldados nuestros iban directo al matadero. Pero los militares argentinos se creían todopoderosos. Desde un primer momento dije que era una barbaridad esa guerra, lo tengo escrito, la dictadura militar no tenía ningún derecho de tomar el nombre de la Argentina para hacer esa guerra. Además, alerté que la iban a pagar los jóvenes conscriptos; y bueno, fue así. Yo nunca hablo de héroes de Malvinas sino de víctimas de Malvinas. Esos muchachos son víctimas, no héroes.

- Néstor Kirchner fue largamente gobernador de Santa Cruz. ¿Expuso alguna vez su postura sober las huelgas históricas?

- Kirchner fue un gobernador que no se llevó para nada mal con Carlos Menem ni con la implementación de medidas extremas capitalistas. En cuanto a los derechos humanos, tuve con él una experiencia triste, para no decir desagradable. Los cuatro tomos de La Patagonia Rebelde habían sido votados por la Legislatura de Santa Cruz como lectura obligatoria y comentario en los programas del quinto año del ciclo de los colegios secundarios. Fue una decisión casi unánime: la única representante que se abstuvo fue la diputada Sureda, radical, hija de un policía represor de las huelgas. Pero esa ley fue vetada en 1986 por el gobernador peronista de Santa Cruz Arturo Puricelli y su ministra de Cultura y Educación, Elsa Beatriz Alonso de Urrusuno. Cuando subió Kirchner como gobernador, tuvimos la esperanza de que él levantara el veto de Puricelli y enviara de nuevo el proyecto a la Legislatura para aprobarlo como ley provincial. Pero no pasó eso: Kirchner guardó silencio y el libro sigue vetado. De eso no se habla. En vez del debate abierto en las aulas, el silencio.

Más todavía: cuando inauguramos el monumento a los peones fusilados en la estancia La Anita, de los Braun Menéndez, invitamos al gobernador Kirchner para presidir el acto. No vino y envió en su representación ¡al jefe de policía de la provincia! ¿Cómo pudo hacer eso, si la policía había ayudado al ejército en los fusilamientos? Huelgan los comentarios. Kirchner, siendo gobernador, tampoco concurrió cuando inauguramos el monumento al héroe de las huelgas rurales, el gaucho Facón Grande, José Font. A ese acto envió a su ministro De Vido. Y no hablemos de la represión que hizo con los obreros del carbón de Río Turbio, que se oponían a la privatización de esas minas, aprobada por el gobierno de Menem. Por eso me sorprendió mucho el cambio de Kirchner cuando tomó la presidencia: al cumplirse los treinta años del estreno de La Patagonia Rebelde, nos invitó a una reunión para ver el film nada menos que en el Salón Blanco de la Casa Rosada. Nadie había hecho hasta ese momento un homenaje oficial a una película que había sido prohibida. Y también me sorprendió cuando tomó una línea muy distinta a los presidentes anteriores con respecto a los crímenes contra los derechos humanos cometidos por la dictadura militar de Videla y consortes. Hoy –aunque muy lentamente– se están juzgando esos crímenes. También, en sus relaciones con Latinoamérica Kirchner encaró una política más positiva que todos los anteriores presidentes desde el ’83.

–He leído que su familia y la de Kirchner se han cruzado algunas generaciones atrás, que un abuelo de Kirchner jamás le pagó una deuda a su padre.

–Es cierto (sonríe). La familia Kirchner y mi familia se hicieron amigas en la década del 20. Eran de los pocos que hablaban alemán en aquella época en Río Gallegos. El abuelo de Kirchner tenía un hotel y era usurero. Mi padre le prestó diez mil pesos (que en ese momento era mucha plata) y él le prometió que se los iba a devolver en una semana. Nunca lo hizo. Así que al hombre que más odiaba mi padre era al abuelo del ex presidente. Muchísimos años después, cuando empecé la investigación sobre las huelgas patagónicas, encontré unos documentos que decían: “Kirchner, miserable, explotador”. Contaban que el abuelo de Néstor Kirchner tenía un hotel con señoritas que explotaba. Publiqué ese documento en el libro. Además, el hermano del abuelo de Kirchner fue fotógrafo de la represión, según consta en el diario inglés de Magallanes, Chile. Las fotos del coronel Varela las sacó él. Una vez, en Canal 9, me crucé con Cristina Kirchner, la actual Presidenta, y yo veía que me miraba mal. Cuando me acerco, me dice:“¿Vos sos Osvaldo Bayer? Vos tenés una tara mental, un complejo, siempre hablás mal del abuelo de mi marido”.

–Lo trató duro.

–Yo me enojé: “Y bueno, si el abuelo de tu marido era un atorrante”. Ella me contestó: “No, no era un atorrante, era un pícaro”. Lo dijo con una sonrisa, para ablandar la situación. Me reí también, pero no quise dejarle la última palabra: “Para reivindicarlo tienen que devolverme el préstamo que le hizo mi padre. Al día de hoy, con intereses y todo, ha de ser una fortuna”. Tiempo después, cuando Kirchner hizo proyectar la película en el Salón Blanco, él mismo se me acercó y me dijo al oído, riéndose: “No era mi abuelo, era el hermano de mi abuelo”. Yo lo miré como diciendo:“No te hagas el vivo, que yo hice una investigación”.

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