Partes de guerra
En abril del 2004, el mundo conoció varios centenares de fotos tomadas por soldados norteamericanos dentro de la prisión de Abu Ghraib. Las imágenes eran atroces escenas de humillación sexual y tortura. El gobierno de Bush condenó a los 7 siete soldados de rango menor responsables directos de las fotos, pero poco más se supo. Sin embargo, para el documentalista Errol Morris lo que quedaba fuera de cuadro era todavía más importante para entender lo que había pasado: ¿quiénes eran esos presos “fantasmas”? ¿quién mató al prisionero muerto? ¿por qué había un grupo de jóvenes inexpertos a cargo de la situación? Y fundamentalmente, ¿qué tienen que ver con todo esto la fantasmagórica organización llamada OAG? Esas son las pistas que sigue y revela Procedimiento estándar, un documental que se estrena directo en video.
Por Mariano Kairuz
Según mi experiencia, muchos casos criminales se resuelven porque el criminal comete alguna estupidez. En este caso, las fotos fueron la estupidez.” El que habla es el ex agente especial de investigaciones criminales del ejército norteamericano, Brent Pack. Y las fotos de las que habla son aquellas tristemente célebres imágenes de los abusos a prisioneros de Abu Ghraib cometidos por personal de ese mismo ejército, que recorrieron el mundo en abril de 2004. Pack debió analizar y clasificar aquellas fotos, ver “los hechos que presentaban, sin llevar emociones ni política a los tribunales”. Son fotos que dicen mucho, pero que no pueden contar por sí solas la totalidad de la historia que contienen, que esconden y de la que revelan una punta. Qué hay alrededor de ellas, qué ocurrió antes y qué ocurrió después de que alguien apretara el obturador.
Es probable que, a la vez que muchos se acuerden de estas fotos, muy pocos sepan o recuerden en qué quedó aquel escándalo. Esto se debe en parte a que a pesar de todo el estupor, de toda la indignación mediática, el caso no tuvo ninguna consecuencia significativa para la política norteamericana en Irak. Apenas fueron condenados a prisión siete soldados de rango menor, aquellos que estaban involucrados de manera directa en las imágenes difundidas, y que fueron utilizados como chivos expiatorios por la administración Bush; apartados como —para seguir con la expresión que más se utilizó en el caso— “manzanas podridas”. El documentalista norteamericano Errol Morris tiene una teoría al respecto: que las fotos no sólo no dañaron al ejército ni al gobierno norteamericano, sino que además lo ayudaron a encubrir sus operaciones en Medio Oriente. Más aún: que de esta manera esas mismas fotos pueden haber ayudado a Bush —que pidió “disculpas”, separó las manzanas podridas, y siguió adelante como si nada— a ganar su reelección más tarde ese mismo año. Con el propósito de comprender cabalmente qué es lo que hay detrás de aquellas imágenes monstruosas, Morris entrevistó a cinco de los siete militares castigados en el caso, y a gente que, como Pack, aportan información y puntos de vista para la reconstrucción del contexto en que fueron producidas. Los testimonios recogidos son el centro de Standard Operating Procedure, el documental que presentó a principios de este año en el festival de Berlín y acaba de llegar a los videoclubes locales bajo el título Procedimiento estándar. Un film político, pero fundamentalmente un documento periodístico valioso, Procedimiento estándar propone también una reflexión sobre la fotografía y sobre las ideas de verdad y verosímil que manejamos a diario; sobre, en palabras de Morris, “esa tendencia a confundir imagen con realidad”. Una preocupación que acosa desde siempre a este director, y que esta vez le valió como nunca infinidad de críticas y discusiones en su país.
El cuadro completo
Morris se acercó al caso cuando un colaborador suyo le llamó la atención sobre una entrevista que había visto en televisión. La entrevistada era la brigadier general Janis Karpinski, desvinculada de su cargo tras la publicación de las fotos de Abu Ghraib. Por ese entonces Morris estaba planeando una película sobre fotografía de guerra a partir de un par de imágenes tomadas en 1855 en la Guerra de Crimea, pero de pronto su interés quedó enfocado exclusivamente en Karpinski, a quien convocó a su estudio en Massachussets, le puso una cámara delante y la entrevistó durante 17 horas a lo largo de dos días. Karpinski da en pantalla la impresión de ser una mujer rigurosa, que habla sin vueltas y con seguridad, y termina siendo en Procedimiento estándar una de las voces más lúcidas. Es ella quien cuenta, al principio de la película, cómo fue la visita del secretario de defensa Donald Rumsfeld a la cárcel de Abu Ghraib: apenas un paseo relámpago en el que se limitó a recorrer las cámaras en las que Saddam Hussein colgó en sus tiempos a decenas de miles de enemigos de su régimen, para luego retirarse diciendo que “no necesitaba ver más”. En su denuncia, Karpinski deja planteada de entrada la existencia de una cadena de responsabilidades que sobrepasa a esos chicos “muy jóvenes, sin preparación ni experiencia de vida” que el ejército dejó a cargo de sus prisioneros de guerra en un situación caótica y desbordada, y que terminaron como únicos inculpados del caso. A partir de allí, el documental de Morris apunta hacia ese cuadro tanto más grande que las miles de fotografías puestas en circulación no le mostraron al mundo.
La soldado Sabrina Harman y el sargento Charles Graner señalan el cadáver de al-Jamadi, el prisionero muerto durante un interrogatorio de la CIA.
Procedimiento estándar pone en pantalla una vez más un par de cientos de aquellas imágenes. Ahí están, entre las más estremecedoras, la de la chica que sostiene de una correa a un iraquí desnudo y en cuatro patas como un perro; la del hombre, también desnudo y con la cabeza cubierta, parado sobre una caja y con cables de electricidad atados a sus brazos extendidos; la de la chica (Sabrina Harman) que señala, sonrisa amplia y pulgar hacia arriba, el cadáver de árabe. O esa otra en la que la misma chica de la correa (Lynndie England) exhibe en postura canchera a un prisionero al que se ha obligado a masturbarse. “Cuando estas fotos se hicieron públicas, todos estaban fascinados por una única pregunta”, dice Morris: “¿A quién se puede culpar por lo que vemos en ellas? Es una pregunta difícil de responder. Parte del problema de las fotos es que parecen ofrecer a alguien a quien culpar. Todo el mundo tuvo automáticamente una opinión sobre las fotos, creyó saber de qué trataban. Yo sentí que no lo sabía. Y me sorprendió que nadie hubiera hablado con la gente que las había tomado para preguntarles: Ey, ¿qué creyeron que estaban haciendo? ¿Qué es esto que se ve en la foto? Ésa es la génesis de mi película, que es como un film de terror de non-fiction”.
Morris no cuestiona la elocuencia de aquellas imágenes. Sabe que el hecho mismo de su existencia, de su puesta en escena, ya constituye algo terrible. Que la soldado Sabrina Harman accediera a aparecer tan “alegre” señalando a un hombre muerto es terrible, pero, argumenta Morris, no hay que olvidar que detrás de la foto hubo un asesinato, y que la chica de la foto no fue su perpetradora. El cadáver, se nos informa en la película, pertenece a un prisionero “fantasma”, no registrado oficialmente en la prisión, que murió durante un interrogatorio. ¿A manos de quién? De alguien que trabaja para las llamadas OAG (Otras Agencias Gubernamentales, mayormente la CIA) que operan de manera igualmente fantasmagórica, clandestina, en Abu Ghraib. Este es el tipo de información que, alega Morris, no se ve en las fotos. Lo otro que no aparece en las fotos es cómo clasifica la justicia marcial los actos que aparecen representados en ellas. Pack explica que no todas tienen el mismo estatuto: mientras que algunas constituyen un “acto criminal”, muchas otras son sencillamente lo que se llama “procedimiento estándar”. Efectivizados bajo la orden de ablandar y quebrar a los prisioneros, métodos humillantes como el de mantenerlos atados a camas o rejas en posiciones físicamente dolorosas (y privados de sueño), desnudos y con las cabezas cubiertas con bombachas, no serían actos criminales. Según esta categorización, tampoco lo es el caso del hombre de la caja y los cables, ya que, aunque el prisionero creyera lo contrario, los cables no estaban realmente electrificados. Con lo cual se trató de una tortura “apenas” psicológica: un mero procedimiento estándar.
Lynndie England presta testimonio para el documental de Errol Morris.
Contra la interpretación
A Morris lo acusaron de relativizar demasiado el nivel de responsabilidad de “las manzanas podridas”, de “humanizarlos”. También se le ha criticado por pagarles a algunos de los entrevistados, aunque es algo que nunca ocultó y que no parece haber condicionado en modo alguno sus testimonios. Y se le ha cuestionado también un recurso que es común en su cine: el uso de dramatizaciones, que reconstruyen como en un film de ficción parte de lo que relatan los entrevistados. Si algo puede endilgárseles a esas dramatizaciones es que son por encima de todo un recurso algo disonante (por no decir directamente feo) en el conjunto de su película, y que aportan poco y nada, pero no puede decirse que sean tramposas: altamente estilizadas —con planos detalle y mucha cámara lenta, acompañadas además de una machacosa banda sonora compuesta por Danny Elfman— jamás intentan pasar por escenas reales, sino que todo el tiempo queda claro que son re-enactments, performances. Morris tiene sus propios motivos para recurrir a ellas en casi todos sus films: “A veces una frase en una entrevista me sugiere una imagen. En un momento de mi film Niebla de guerra, el ex Secretario de Estado Robert McNamara está hablando de su trabajo en seguridad automotriz en Ford —tableros acolchados, cinturones de seguridad— cuando, de pronto, inesperadamente, cuenta una historia sobre el lanzamiento de calaveras por el hueco de unas escaleras en Cornell. Pensé: ¡Qué imagen! Incluso cuando está tratando de salvar vidas, McNamara no puede dejar de arrojar cosas desde el cielo. Así que “ilustré” esa frase: es una manera de redirigir la atención hacia una idea específica. En Procedimiento estándar hice algo similar, pero las ilustraciones dirigen la atención hacia asuntos morales y perturbadores. Como cuando el soldado Tony Diaz descubre que el prisionero Al Jamadi está muerto: él no lo mató, pero ayudó a sostenerlo suspendido en lo que se llama una posición de estrés, una especie de crucifixión. Y describe el momento en que una gota de sangre del prisionero cayó sobre su uniforme: aunque se dijo a sí mismo que él no estaba involucrado, sabía que lo estaba. Ilustré ese momento con la caída de una gota de sangre y creo que la imagen nos refleja en el dilema moral de Diaz: aunque no estamos involucrados, sí lo estamos”.
La infame puesta en escena de la caja y los cables, que fue desechada como tortura por la justicia marcial, que la calificó sencillamente de “procedimiento estándar” para el trato de prisioneros de guerra.Críticos del Village Voice, de The New York Times y otros medios influyentes lo tacharon de banal, de inconducente, de querer llamar la atención. En la revista Variety se señaló que sus entrevistas sumaban poco a la comprensión global del comportamiento militar, “un tema mejor analizado en el documental Taxi to the Dark Side”, de Alex Gibney, que parte del caso de la tortura y muerte de un taxista afgano en 2002. En In These Times, el periodista Michael Atkinson escribe que “(así como) en Niebla de guerra conseguía extraerle al ex Secretario de defensa Robert McNamara detalles sobre su carrera sin atreverse a preguntarle si no debería ser juzgado responsable al menos en parte de las más de dos millones de muertes de civiles en Indochina, Morris revisita el escándalo de Abu Ghraib en su estilo clásicamente miope (sic), haciendo un escrutinio y reconstrucción de detalles menores, sin considerar su implicancias, su impacto y su contexto político más amplio. Probablemente sea el único cineasta norteamericano que puede hacer películas sobre atrocidades y sin embargo se resiste a cualquier tipo de apelación ética”.
Paradójicamente, ninguno de estos críticos —y varios de ellos se cuentan entre los mejores de su país— parece haber valorado el sencillo hecho de que Morris fue uno de los pocos que se tomó el trabajo de hacer algo tan básico, hasta podría decirse tan obvio, como es ir a buscar a los protagonistas directos de las fotos que recorrieron el mundo para oír qué tienen para decir al respecto. En cuanto a las impugnaciones como las que le hace Atkinson, Morris las ha contestado en entrevistas. “Yo no exonero a mis entrevistados, no veo a las manzanas podridas como inocentes, libres de toda responsabilidad. Pero las cosas se nos han dado simplificadas; parece que queremos que nos digan que tal persona hizo tal cosa y tal otra, y que están arrepentidas y que pidan perdón a cámara. Cuando hice Niebla de guerra, todos me preguntaron si McNamara estaba arrepentido, y por qué no expresaba sus remordimientos en la película. La película se construye en buena medida sobre esos sentimientos de McNamara, pero la gente quiere la representación de un drama moral que confirme sin ambigüedades sus sentimientos acerca de lo que está bien y lo que está mal. Mi trabajo no es hacer que McNamara diga OK, Errol, quisiera disculparme por la muerte de 2 millones y medio de vietnamitas en la guerra de Vietnam. ¿Por qué me va a decir esto a mí? ¿Quién soy yo? Para empezar, un judío de Long Island; no soy un cura católico: no quiero una confesión. No te quiero escuchar decir lo siento, lo siento, lo siento. Lo que quiero es que me permitas ver cómo pensás, cómo ves el mundo. Quiero que me cuentes tu historia”.
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