jueves, 20 de diciembre de 2007

Qué nos hace hermanos

Qué nos hace hermanos

Historia de cuatro hermanos que, habiendo sido internados muy chiquitos en una institución, “habían desarrollado un modo singular de hermandad y nos enseñaron que, pese a las adversidades vividas, se tenían entre sí”.



Por Fabiana Alejandra Isa *

Agustín, cuando tenía 20 días, y sus hermanos de 2, 4 y 6 años, habían sido ubicados en una institución. Su madre vivía en situación de violencia y adicciones; la orden judicial establecía su reubicación en una familia de acogimiento, pero se contaba con una que albergara a los cuatro juntos. Al pasar los días, los primeros signos del deterioro de Agustín y de su hermana Bianca inquietaron al personal de la institución, que pidió colaboración a las familias de la comunidad, pero consiguió sólo dos familias: una para Agustín y otra para Bianca; Juan y Tomás continuaron en la institución. Las dos familias, conscientes de la situación de los niños, procuraban los encuentros entre ellos; se visitaban con frecuencia, y Juan y Tomás salían algunos fines de semana con las familias que cuidaban de sus hermanos.

Por lo menos Agustín y Bianca habían encontrado su lugar, su hueco en el Otro, familias que los cuidaban y reconocían. Pero una nueva decisión judicial estableció que los cuatro hermanos fuesen separados de esas familias, y reubicados “todos juntos” en otra institución más cercana a la madre, que, luego de un año sin verlos, podría estar en condiciones de revincularse con sus hijos.

Sin embargo, Agustín no registraba otra madre que la cuidadora, quien lo había maternado desde los veinte días de vida. Y Bianca no tenía recuerdos en relación a la madre biológica. Juan y Tomás, en cambio, se alegraron con la idea de volver a verla. Pero esa dicha no pudo sostenerse. Tras nueve meses de intentos frustrados con la madre, las autoridades judiciales dieron un paso al costado y consultaron sobre la viabilidad de reubicar nuevamente a los hermanos en una familia, “todos juntos”.

Mi trabajo se centró en tratar de restituirles a los niños el derecho vulnerado de vivir en familia y el de ser escuchados. Las autoridades judiciales argumentaban razones de consanguineidad por las cuales los hermanos debían permanecer juntos, pese a sus diferentes necesidades; exigían la convivencia fraternal como requisito para autorizar el egreso institucional de los niños. Intenté hacerles comprender a las autoridades judiciales que el “todos juntos” con estos niños no podía sostenerse, y que el hecho de conseguirles “una familia” tampoco, ya que las cosas habían cambiado para cada niño y ahora se trataba de situaciones y de necesidades diferentes. Inicié un trabajo para producir la ruptura de esa certeza respecto de lo que entendemos por hermandad, para demostrar cómo había situaciones en que los hermanos podían continuar con su vínculo más allá de la convivencia bajo un mismo techo.

Había muchas formas de vivir esa hermandad, no una sola. Pero había que estar dispuesto a comprenderlas en su diversidad. Nadie iba a quitarles a esos chicos su identidad como hermanos. De hecho, aun viviendo separados, se sabían hermanos y se reconocían como tales. Ellos nos habían enseñado que, pese a las adversidades vividas, se tenían entre sí, y habían inaugurado un modo singular de hermandad: aun viviendo en sitios diferentes, nunca dejaron de frecuentarse y de compartir momentos importantes.

Pero sus situaciones eran diferentes. Tanto Agustín como Bianca reconocían como propias a las familias que los habían cuidado durante un año. Las demandaban, las buscaban, no entendían el porqué de la brusca separación. Para Juan y Tomás la realidad era otra: ellos sí debían encontrar una familia.

Entretanto, las familias que habían cuidado a Agustín y a Bianca tenían prohibido todo acercamiento a los niños. Estaban desgarradas. Decidimos consultarlas sobre la posibilidad de recibirlos nuevamente, incorporando cada una a uno de los restantes hermanos. No dudaron en aceptar. La familia que tenía a Bianca prefirió, por afinidad entre los niños, a Tomás; el matrimonio que cuidaba de Agustín decidió llevarse a Juan.

El reencuentro entre las familias y los niños fue estremecedor. Pero en Agustín volvieron a manifestarse las secuelas de la carencia temprana, repetida en su vida: desconocimiento, falta de recuerdos, indiferencia. Hubo que implementar estrategias para esa situación singular. Invitamos a la familia cuidadora de Agustín a que nos trajera fotos del niño con ellos, juguetes o algún objeto que fuese significativo para él, y así comenzamos un trabajo de historización con el niño y la familia. Primero fue la indiferencia, luego la curiosidad, y finalmente el asombro de verse y reconocerse en esa foto, ese recuerdo evocado por la imagen, y Agustín sonrió.

¿Qué nos hace hermanos? ¿Compartir los mismos padres, convivir bajo un mismo techo? O, mejor, el reconocimiento y la vivencia de mutualidad compartida con ese otro. Entiendo la hermandad/fraternidad como función, no como un presupuesto biológico. El hijo de mi madre no necesariamente es mi hermano, para que se constituya como tal hace falta algo más. La serie “hijos” no necesariamente se anuda con la serie “hermanos”.

Paul-Laurent Assoun (Lecciones psicoanalíticas sobre hermanos y hermanas, ed. Nueva Visión, 2000) sitúa la relación fraternal en tres actos: 1) la prueba de la intrusión; 2) la experiencia de la seducción; 3) la pausa de la reconciliación. Estos operadores teóricos pueden servirnos para definir cuándo estamos frente a un hermano, en término de funciones y de lazo, y cuándo se trata sólo de la filiación biológica.

El primer acto de la relación fraternal está marcado por el acontecimiento intrusivo de la llegada del hermano –prueba de intrusión–, que reordena lugares y asigna nuevas funciones en el complejo familiar. Luego vendrán las experiencias vividas por los hermanos/as, que no sólo han compartido los mismos padres, sino también prácticas sexuales precoces, como el “juego del doctor”, eslabón intermedio entre la investigación y la seducción. Finalmente llegaremos a la reconciliación con el hermano, que expresa la transformación del lazo fraternal a lo largo del tiempo.

Para Assoun, en una relación fraternal deben haber existido esos tres actos: la intrusión, la experiencia compartida y la reconciliación final. Así, la vivencia de hermandad va más allá de lo biológico, que no es requisito para que esos actos se lleven a cabo. Cuando se trata del lazo fraterno, los requisitos son de orden simbólico. Nos hermanan las vivencias compartidas y la historia en común, más que la carga genética que portamos de nuestros padres.

La función socializadora y de soporte que brinda un hermano hace que imprima una marca en nuestra vida psíquica y que se constituya en parte de nuestra novela familiar. A la inversa, el conocimiento tardío de la existencia de un “hermano”, como fruto de otra relación parental, no lo constituye forzosamente en tanto tal, en tanto no ha existido una historia común ni compartida, sino sólo material genético.

Cuando se accede a las vivencias compartidas de sujetos que se reconocen como hermanos, se descubre que no pueden pensarse uno sin el otro, que sus caminos se entrecruzan mutuamente.

Finalmente, vale recordar que una función privilegiada de los hermanos es el mutuo sostén frente a situaciones difíciles, que otorga un marco protector ante lo desconocido y facilita la socialización y el intercambio. En el caso de los niños institucionalizados, ante los drásticos cambios de escenario que muchas veces deben atravesar, el tenerse el uno al otro oficia de referencia y posibilita el armado de una continuidad afectiva indispensable para su vida psíquica. Hay un hermano allí donde hay escenas vividas, recuerdos compartidos, donde se construye un relato en común que nos fraterniza.

* Extractado de “El concepto de hermano en psicoanálisis y su incidencia en el ámbito jurídico”, publicado en Psicoanálisis y el Hospital, Nº 32, “Avatares de la fraternidad”, que acaba de aparecer.

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