Bob Dylan: los viajes del Gran Camaleón
Hermann Bellinghausen
La Jornada
Pronto serán 50 años de que existe y todavía no sabemos si creerle todo el tiempo o sólo a veces, y si le entendemos. Lo que canta es importante, incluso para los que confiesan: “no me gusta Bob Dylan”. Así, desde su inicio en el frío invierno de 1960-1961, cuando un chaval llamado Robert Zimmerman, hijo de Abraham-vendedor-de-televisores en el corazón de la Nada americana, al pie de la carretera 61, se reinventó y autodenominó Bob Dylan. Como piedra que rueda, diría luego.
Es, para muchos, el creador más importante de la cultura popular contemporánea, si acaso eso significa algo. A pesar del desdén histórico de la academia literaria, su candidatura al premio Nobel va en serio. Si acaso significa algo.
En realidad, lo único que ha hecho es tocar y cantar rock tripulando su romancero. Centenares de historias, poemas de amor y desamor, enumeraciones de sueños y pesadillas, crónicas arbitrarias y geniales, elusivas canciones de protesta, plegarias, panfletos. ¿O son miles? Siempre las cambia y tiene fama de no interpretar dos veces igual una canción. Jamás suena “como el disco”, y eso en el moderno mundo del consumo es imperdonable.
Tal es el Dylan que llega a México en la gira de chaplinesco título (como su disco reciente) Modern Times, saludado por la crítica, incluso la habitualmente adversa, como “obra maestra a la altura de sus mejores épocas”. ¿Que cuáles fueron? Y en automático: los años 60.
Es lugar común. Y un error ya típico. “Antes era mejor”. Como prueba el documental de Martin Scorsese No direction home (2005), ya en 1965 su público, furioso, lo acusaba de chafear, de “venderse” al rock, cuando en realidad lo estaba inventado. “Antes era mejor”: el espejismo lo ha perseguido toda su carrera y es parte del mito. Su audiencia, permanente malcontenta, es quizá la más crítica y regañona que un artista pueda tener. Un logro pedagógico.
La voz “odiada” e insolente
Extraordinario intérprete, sin paralelo ni reposo, además de compositor y poeta feraz, ha reunido las mejores bandas imaginables. Su voz, “odiada”, nasal e insolente, se cuenta entre las más influyentes del inmenso mar del rhythm and blues. Nadie en el rock ha sido tan inteligente tanto tiempo. Y tan inaprehensible. Es el Gran Camaleón, como brillantemente intuye el cineasta Todd Haynes en I’m not there (2007) al contar sus vidas reales e imaginarias con seis actores, y “uno” es Cate Blanchet, para su etapa más espectacular, andrógina y genial, circa 1965.
La decepción permanente de sus fans no tiene razón. Si uno revisa desapasionadamente su extensa discografía, descubre que más allá de La respuesta está en el viento, siempre fue mejor “que antes” y hoy más que nunca.
Como artista, hace lo más envidiable: su regalada gana. Se “espera” algo de él, y nos deja con un palmo de narices. Lo quisieron líder o profeta. Estuvo con Martin Luther King Jr. en la marcha al Capitolio, cantó la desafiante When the Ship Comes In y se escabulló. Cuando los movimientos civiles lo invocaron, él estaba reinventando el blues eléctrico antes que la sicodelia supiera que así se llamaba. Y cuando ésta floreció, él cantaba rancheras. Cuando los punk saltaron a escena en los años 70, andaba en el clavón de sus truenes con Sara, madre de cuatro de sus hijos, y en su gran circo de la Rolling Thunder Revue (1975). De esa crisis datan algunas de sus mejores baladas eléctricas.
Siempre fuera de sinc (por adelantado, anacrónico o perdido, según el público), sigue fiel a su propio reloj. Las modas no son su problema. Cuando en los años 80 se hizo cristiano y le dio por la vida eterna, la gracia del Señor y defender al Papa, y lo queríamos matar, él no descuidó el filo de ironía en sus letras, y con su coro y su banda de virtuosos emprendió una magistral refundación del gospel pasado por reggae que algún día se le reconocerá. Cuando la onda era el grunge, y el metal se astillaba por los aires, Dylan salió con Under the red sky (1990), el mejor disco de blues de su carrera, en colaboración con Don Was y Stevie Ray Vaughan.
En dos momentos distintos, dos amigos y devotos dylanianos me regalaron “el nuevo disco” por no tirarlo a la basura. Ambos eran en vivo. Uno, el doble con The Band (1974); el otro, el extravagante concierto del Budokan, en Tokio (1979). Dos de los muchos momentos en que cambió de voz, tono y sonido para dar un paso más allá.
Lo han comparado con el coyote indio. Animal público, sabe desaparecer. Lo hizo en Woodstock hace 40 años. Durante los 80 y 90 sustrajo de la chismografía su matrimonio con la estupenda corista Carolyn Dennis, con quien compartió el escenario 11 años. En su permanente deconstrucción de su personaje histrión aullante y sardónico, da lecciones de invisibilidad. Si el mensaje es bueno, el mensajero no importa. Lo cual es falso, pues nadie canta como Bob Dylan.
Podemos creerle, o no, cuando dice que sus músicos actuales “son la mejor banda que he tenido”. En boca de otro sonaría presuntuoso. En la suya parece un chiste. Para él desfilaron los más grandes bluseros de estudio, jazzistas, countrymen, tres de los cuatro Beatles, la mitad de los Rolling Stones, Daniel Lanois, Greatful Dead, Johnny Cash, Joan Baez, The Alarm y un kilométrico etcétera. De su establo salieron al menos tres bandas trascendentes: The Electric Flag, The Band y Dire Straits.
En los años 90 rompió la costumbre de sólo autointerpretarse y grabó (guitarra, armónica y el mejor momento cavernoso de su voz) la colección folclórica Good as I been to you (1992), y los magistrales blues prehistóricos salidos de su colección de discos de 78 revoluciones, World gone wrong (1993). Por supuesto, nadie esperaba eso de él.
Inicia nueva trilogía
Ahora que la crítica celebra Modern Times, los dylanólogos decidieron que “culmina” una supuesta trilogía con sus álbumes precendentes de estudio: Time Out of Mind (1997) y Love and Theft (2001). Él, faltaba más, disiente. En entrevistas asegura que Modern Times es el primer disco de una nueva trilogía. A sus 66 años, está apenas comenzando.
La frondosidad verbal que lo iluminó en los años 60 quizás no volverá, pero su facilidad sigue intacta. Se cuenta que a principios de los 80 coincidió en un café de París con Leonard Cohen (quien siendo novelista y poeta de fama, hacia 1967 había decidido imitar a Dylan y cantar) y le preguntó cuánto tardó en componer Hallelujah, su canción más conocida. Cohen dijo: “Cuatro o cinco años”, y por corresponder preguntó a Dylan cuánto le tomó escribir la notable I and I. Éste respondió sin piedad ni pudor: “15 minutos”.
El Gran Camaleón pudo ser un gran narrador, pero ya la novela Tarántula (1966), y su autobiografía en curso Crónicas (2005) lo ponen al lado de Miller y Kerouac. Pudo ser cineasta, pero sólo rodó la injustamente incomprendida Renaldo and Clara (1978, guión suyo y de Sam Shepard). O actor, pero no pasó de Pat Garret and Billy the Kid (Sam Pekinpah, 1973), y alguna otra. Pudo fundar una religión, o encabezar la Revolución, pero él prefirió ser Bob Dylan. Por eso lo regañamos tanto.
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