domingo, 8 de junio de 2008

Leonardo Favio: "Nunca estuve tan feliz con una obra mía"

Leonardo Favio: "Nunca estuve tan feliz con una obra mía"








A cinco días de estrenar "Aniceto", filme-ballet que recrea una película suya de hace 40 años sobre un triángulo amoroso en un pueblo, Leonardo Favio anticipa los secretos de esa obra "sorpresiva", que define como su "película más completa".







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Alberto Farina.






Un joven entusiasta de 70 años que camina apoyado en su bastón por su depar­tamento del barrio de Balvanera, liberado de queja alguna. Cantante popular melódico en cuya discote­ca conviven Sandro, Vivaldi y Bee­thoven. Alguien que creció lejos y pobre escuchando radioteatros de Chiappe, tangos y cumbias pe­ro se consagró como cineasta de gran lirismo visual, capaz de hacer convivir lo sórdido y lo sublime, lo brutal y la estilización barroca. Realizador de películas con héroes pecadores que sangran, sudan, llo­ran y se orinan, entre Verdi y Los Wawanco, en contraste con otras de muchos pudorosos colegas lo­cales. Un chico medio huérfano de Luján de Cuyo adoptado por Perón y Torre Nilsson. Todo eso, y más, es Leonardo Favio.

El regreso del director a la gran pantalla se producirá este jueves con el estreno de su "Aniceto", versión coreográfica de aquella película suya de 1967, con trián­gulo amoroso pueblerino entre Federico Luppi, Elsa Daniel y Ma­ría Vaner; inspirada en el cuento "El cenizo" de su hermano Zuhair Jury, la del título más largo de la historia del cine local: Este es el ro­mance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza... y unas pocas cosas más.
Favio conversó con Ñ , aceptan­do que si bien su prioridad era re­ferirse a su próximo estreno desde el mismo título de su nueva pelí­cula el pasado lo asalta. Aunque el espectador podrá conocer Aniceto sin haber visto la versión de 1967, para el creador ha sido un proceso en el cual su última película co­menzó durante aquel rodaje. Así como este Favio que nos recibe en 2008 sería incomprensible sin explorar y reconocer en él al can­tante melódico popular, al pícaro e intuitivo provinciano que se in­filtró como un "intruso" en el cine de autor de los intelectuales de la "generación del 60", al peronista atravesado en mayor medida por los sentimientos de veneración a Perón, Evita y la mística justicialis­ta que por la discusión doctrinaria o ideológica, y al director de cine capaz de arriesgarse en lo estético con mestizajes y excesos que son, precisamente, los que le dan su identidad como artista. Porque un encuentro con Favio no es chocar con una novedad, sino recorrer una historia y una leyenda.

¿Cómo y por qué vuelve Ani­ceto?

El proyecto comenzó a latir desde aquel rodaje, hace 40 años, cuan­do notaba que en los silencios de El romance... había una gran sin­fonía, pero no sabía por dónde lo iba a resolver. Eso no me sucedió con Crónica de un niño solo ni con El dependiente . Hasta que en un cumpleaños de Niní Marsha­ll, Lino Patalano me preguntó si no se me había ocurrido hacer un ballet con el Aniceto . Comencé a trabajar con Verónica Muriel, Ro­dolfo Mórtola y el músico de Ga­tica, el mono , Ivan Wyszogrod, en un guión teatral para montar un ballet. Yo veo óperas, conciertos y ballet en videos, y me apasioné en elegir pasos de los que no sé el nombre, aunque sí sabía que tal movimiento era para determina­da secuencia. Wyszogrod insistió en que debía ser una película. La filmamos en un hangar de Quil­mes, con los actores y bailarines Hernán Piquín como Aniceto, Na­talia Pelayo en la piel de Francisca y Alejandra Baldoni como Lucía. Es un filme-ballet ambientado en la misma época del original, los años 60, pero será sorpresiva, me­jor que se vayan preparando, que "se aten los cinturones".

¿Mantuvo como rasgo de estilo su atrevida incorporación de lo naive y de las más precarias pero entrañables expresiones del arte popular, como lo circense, los artistas nómades o las repre­sentaciones teatrales que dejan en evidencia los dispositivos de sus magias?
Sí. En El romance... aparecía una "rascada", un espectáculo precario con actores y una puesta medio­cre, vulgar sobre un escenario en el que un angelito era izado con sogas a la vista, pero en Aniceto cumplí mi sueño de hacer una película como las de ese pionero de la fantasía cinematográfica que fue Georges Méliès, y esta vez me permití volar en esa dirección. Nunca estuve tan feliz con una obra mía. Hay enormes telones con cielos pintados por personal del Teatro Colón.

Muchos dividen su filmografía en una primera etapa –la trilogía en "carbonilla", blanco y negro, intimista y despojado ("Cróni­ca...", "El romance..." y "El de­pendiente")– y, una segunda, de superproducciones de cine espectáculo, frescos y murales en vigorosos colores como "Juan Moreira" , "Nazareno Cruz y el lobo", "Soñar, soñar" y "Gatica, el mono". ¿Dónde se ubica "Ani­ceto"?

Si bien vuelvo a un personaje anterior, con su gallo de riña y sus dos mujeres, esa tragedia a la que no parecen poder escapar, y también regreso a Luján de Cuyo, donde me crié y que me visita en mis desvelos, se puede ver Anice­to como algo intermedio o como una síntesis, ya que la considero mi película más completa. Posee una estética más cercana a mis últimas películas con una historia y personajes de la primera etapa. Es la obra de mi madurez. Aque­llos largos silencios con cantos de la naturaleza, aquí se convierten en un gran espectáculo sonoro y enorme juego de color, como si fueran cuadros para cada escena.

Trabajamos mucho con el estilo plástico de las pinturas de Sorolla. A mí me hubiese gustado escribir música en mis guiones, siento que el travelling es como un adagio o un largo, y los allegros equivalen a planos más cortos y de perfil –nunca me gustó el plano y con­traplano–. Creo que mi puesta de cámara es más bien teatral, con personajes que entran y salen por los laterales, pero para eso es ne­cesario cuidar la composición del cuadro.

La mención del pintor valen­ciano posimpresionista del siglo XIX, Joaquín Sorolla y Bastida, también admirador de El Greco y Velázquez, con sus vigorosos óleos sobre aguas, cielos y costumbres populares en espacios abiertos, donde las pinceladas buscan cap­turar los efectos de luz y diluir contornos; parece una inspiración pertinente al universo visual de Favio; su paleta ya fue visitada por el barroco latinoamericano en los cielos sangrantes o tormentosos de Juan Moreira y Nazareno... , por el kitsch y los dibujos de Di­vito en Gatica , por los claroscuros expresionistas y opresivos en El dependiente.

¿Cree que parte del éxito y la diferencia de su cine se debe a su elección de personajes y a formas y estéticas populares que buscan la emoción?

Yo aprendí como cantante que mi obra no tiene que exceder los dos minutos sin un acontecimien­to, sin que ocurra algo, como en el disco. Yo saqué eso del disco. ¿Cuánto dura una canción? Tres minutos y si no ocurre nada en esos tres minutos perdiste. Eso lo llevé al cine. Me permitió ma­nejar los tiempos aunque se trate de un oratorio o una pieza litúr­gica. En cuanto a las obras ajenas no las discuto; soy un espectador detrás del vestigio de belleza que toda creación puede tener. En el cine argentino hubo distintas ten­dencias, todas respetables. David Kohon, por ejemplo, fue brillante y talentoso, pero tal vez no tuvo las facilidades; Martínez Suárez terminó siendo un gran maestro y con su nombramiento como director del Festival de Mar del Plata no sabía si compadecerlo o felicitarlo. Lo mío es un oficio en el que trato de escribir un guión factible, voy midiendo costos, cal­culando gastos y efectos. Yo vengo de una formación radioteatral, de cultura popular, de producción a lo gitano. Amaso todo eso para armar mi obra. No puedo contar lo que no conozco: Moreira era lo que escuchaba en el radioteatro, igual que Nazareno... ; Crónica... es el mundo en el que viví.

¿No se sintió alguna vez dis­criminado o subestimado como sapo de otro pozo en el ambien­te cultural e intelectual?

Yo creo que mi manera de ac­ceder a ese mundo fue gracias a una gran necesidad de saber y escuchar. Me he descubierto a mí mismo embobado escuchan­do a mi iluminador, Stagnaro, cuando explicaba algo. No vivo el talento ajeno con rencor sino que lo disfruto. Me gusta observar y aprender cuando estoy frente a al­guien de talento. Eso me permite salpicar mi cine y mi vida con co­ros, óperas, y otros días necesito a Sandro o a Feliciano Brunelli. También alterno la Torá, la Biblia y el Corán. Del mismo modo me enseñaron cineastas tan distintos como Fellini, Bresson, Bergman, Torre Nilsson y vi veinte veces El ciudadano, de Orson Welles para analizar los ángulos y movimien­tos de cámara. Pero, a la vez, yo respeté a Enrique Carreras y a Emilio Vieyra, de los que también aprendí. He tratado de tomar to­dos los artilugios que me sirvieran para conmover.

¿Qué cine actual le interesa?

Entre los argentinos hay cineas­tas jóvenes que admiro. Me mara­villaron El bonaerense, de Pablo Trapero, Caja negra , de Luis Orte­ga, y me pareció envidiable Cama adentro , de Jorge Gaggero; pero el vértigo de distribución y ex­hibición diluye la apreciación de las películas, aunque sean obras maestras. Entre las producciones extranjeras me interesa el cine ira­ní, la película alemana La caída , con Bruno Ganz, pero también el telefilme sobre Stalin, con Robert Duvall, y todo lo que se haga sobre mi ídolo, Hércules Poirot.

¿Y la película uruguaya "Whis­ky", que incluye su voz cantando "O quizás simplemente le regale una rosa"?

¡¡Una maravilla!! Me pareció una de las obras más bellas del cine latinoamericano. Más allá de la canción, porque esa película se­rá algo difícil de superar. Estuvo algo desprotegida por la crítica y la distribución.

¿Tendrá que luchar "Aniceto" con la cultura audiovisual hiper­quinética que tiene gran parte del nuevo público?

No, porque no me pongo en nin­guna trinchera. Yo también vivo al ritmo de la vida actual, la neurosis porteña me alimenta. No pierdo perspectiva. Si yo volviera a hacer un cine como Crónica de un niño solo , entonces sí perdería de vista a la gente, pero estoy atento a la vida y sus velocidades. Ya no hay "un niño solo" sino un universo de niños solos. Como no he quedado desprevenido de lo que ocurre en el mundo no me siento alejado del público sino con él. Para Perón, sinfonía del sentimiento , tuve que aprender la utilización de la nueva tecnología, que avanza y te da po­sibilidades increíbles para diseñar mejor, trabajar cada pincelada, si se sabe manejar eso con pruden­cia. Ahora si sos un deschavetado que te enamorás del pomo de la pintura en vez de aquello que po­dés pintar con ella... Esa máquina puede enfriar la obra, vos tenés que usarla pero la máquina no puede ponerle corazón a tu obra, se lo tenés que poner vos. Cuando vine del exterior, en 1987, habían desaparecido los cines. Creí que los de mi generación éramos di­nosaurios y que el cine se había acabado. Pero cuando supe que existían 19.000 estudiantes de ci­ne, una potencia juvenil volcada a la imagen, eso me impulsó a hacer Gatica , y me motivó a introducir­me en el mundo de la tecnología y la computación con las que hice Perón..., que fue la obra más ven­dida en video.

¿Le interesa que su cine refleje el momento actual del país?

Para eso tenés que buscarlo a Fernando "Pino" Solanas, que se preocupa más por lo documen­
tal, se involucra activa y artística­mente con lo que sucede, si bien yo palpito el país con la gente. Tal vez lo refleje inconscientemente. Pero, por ejemplo, en los años 70 yo no me sumé al clima de violen­cia, seguí con mi obra, con lo que me sucedía a mí y entonces hice una película de amor como Naza­reno Cruz y el lobo. Estoy contento con lo que se está produciendo en un país que estaba devastado. Hay expectativas, sueños, se recuperan valores. Mientras existen proble­mas graves en todo el mundo, yo veo cambios positivos, al ritmo de Internet, y la gente con acceso al conocimiento de lo que ocurre en todas partes. No comparto el dra­matismo que acusa a la juventud de distraída, creo que los jóvenes tienen otro lenguaje y una ternura ausente en los adultos.

¿Tampoco lamenta filmar tan espaciadamente siendo uno de los mejores cineastas argenti­nos?

Es que soy lento, meticuloso, no tengo apuro, me regodeo en los perfiles de los personajes y en las escenas que voy creando. La mú­sica me sigue permitiendo vivir con dignidad, todo el tiempo en algún lugar del mundo suena un disco mío.

¿Pero filmar no le devuelve ese rol de dueño del circo, de titiri­tero, demiurgo, Dios que decide quién vive o quién muere, si sale el sol o llueve?

Es una ilusión, todos somos par­te del circo. Lo mío es un oficio menos importante que el de un médico: si necesitas hacerte un transplante de corazón, ese será el milagro. Los únicos que le hacen la música a Dios son los que han quedado: Mozart, Miguel Angel. Ya no se puede competir con ellos. Yo no le quiero ganar a nadie, por­que aquí nadie gana y nadie pier­de. Sólo podemos agradecer haber conocido un beso, hay gente que se muere sin saberlo. Además tengo sentido crítico sobre mis pelícu­las, todavía las corrijo, saqué unos planos de El dependiente que me molestaron desde que nacieron, y traté de pulir el sonido de Crónica de un niño solo , capturar las vo­ces, limpiarlas y volver a mezclar con sonidos de grillos o música. Dentro de algunos años, si cum­plen lo prometido, se podrán ver estas versiones pulidas. Todo eso me lo permite la tecnología. Si por algo lamento el límite de la vida es porque digo: "¡Carajo!, justo ahora que están todas estas herramien­tas para trabajar mejor".

Con las que tuvo se arregló bastante bien. Y con sus pelícu­las algo suyo puede sobrevivir­le, algo se eterniza para eludir lo efímero de la vida.

Dios quiera, pero ya no digo para siempre. El sueño de todos es per­manecer, pero uno muere cuan­do se escapa de la memoria de la gente. Mi obsesión es que me re­cuerden bien en esa momentánea memoria que haya de mí. Yo había incorporado la idea de la muerte a mi vida como algo legítimo y be­llo, pero a medida que se acerca cuido el cuerpo, el artefacto que
nos queda. Me voy despidiendo de ese cuadrito en la pared, qué pena no verlo más, pero esto es sólo una fracción de película acelerada, y uno comienza a preocuparse más por lo que puede haber del otro lado. Tal vez la eternidad sea des­pertar de una siesta bien dormida con los ojos entregados al asom­bro, por ahora somos la molécula de una hormiga y menos que eso. Soy profundamente religioso, casi místico, puedo gozar de la soledad como un don, un regalo de Dios que me permite estar conmigo.

¿Acepta que la muerte de sus personajes traen un "tropo" clá­sico del arte que es la indiferen­cia del mundo? Ya sea Gatica aplastado por un colectivo al sa­lir de la cancha de Independien­te o Aniceto baleado por robar gallinas, mientras la gente mira pasar un satélite...

Entramos también en una cues­tión poética. Aunque mueren afe­rrados a la vida mientras otros mi­ran para otro lado, lo hacen como han vivido. No es gente que muere en una cama sino fiel a sí misma hasta el fin, más cerca de una imi­tación de Cristo, en esa soledad se anida parte de su trascendencia, de la vida que tendrán después, por eso podemos seguir hablan­do de Gatica o Moreira. Sólo en el más allá podemos comprobar si somos una intención de Dios.
¿Podemos esperar otra pelí­cula de Favio después de "Ani­ceto"?
Y, sí, El mantel de hule.

Favio deja flotando el supuesto título de su próximo filme, que se refiere a unas declaraciones suyas en las que se confesaba incapaz de contar cómo se ponía una mesa en alguna mansión de la avenida Fi­gueroa Alcorta. Como contrapar­tida, afirmaba que sí sabía narrar la mesa del mantel de hule. Sin embargo, es desde ese manejo vi­sual suyo sobre lo físico que surge en su obra lo metafísico, remonta lo pueblerino a lo cósmico y con­vierte anécdotas de pobres diablos sin horizonte en tragedias corales de finales paroxísticos. Siempre con desmesura surreal, para que los personajes, no juzgados sino observados –con ternura aun en su abyección–, atraviesen su mar­tirologio y crucifixión, de manera que sus agonías excedan el destino particular para emerger como pa­radigma del destino humano. Gra­cias a su mirada la naturaleza se convierte en paisaje, en decorado del "gran teatro del mundo". Por eso hace convivir a Chejov, Kafka y el folletín popular, los enanos, duendes, diablos tristes, y la muer­te jugando al truco.
Al alejarme de él, dejo atrás una sonrisa de pícaro prestidigita­dor que ha vuelto a sacar su galera de mago para pronunciar con su propia voz "abracadabra". Con una mano levantada para saludar y la otra apoyada en el bastón, su figura se apaga junto a la tarde del sábado en Balvanera, y veo en él lo que decía Fellini para sí: "Soy mi propia naturaleza muerta. Soy una película".

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